Contundente. Agrio. Duro. Son los primeros adjetivos que anoté en el cuaderno donde iban tomando notas sobre mi lectura de Todo en orden, el último libro (en esta ocasión, de relatos) del cartagenero Luis Sánchez Martín. Y es que las once narraciones que componen el tomo están impregnadas de asfixia económica, hartazgo laboral, traumas de infancia, rebeldías adolescentes, amistades difíciles y relaciones amorosas complejas, que el autor convierte en motores de una prosa cortante, eficaz y directa. Sus protagonistas son contables indignamente explotados por jefes abusivos, que exigen el cumplimiento de horarios criminales bajo la amenaza continua del despido (“De nueve a dos (y de cuatro a siete y media)”); mujeres que sufren maltrato (primero emocional, luego verbal y por fin físico) por parte de su todopoderoso marido (“Siempre a tu lado”); jóvenes desnortados y pendencieros que experimentan una situación digna de Nietzsche o Borges (“Doscientas cincuenta pesetas”); un retraso a la hora de salir del trabajo, que se termina convirtiendo en una pesadilla con aromas de Poe (“El graznido”); una reencarnación tan accidentada como humorística (“El del gato”); la historia, espléndidamente contada, de una amistad radical y absoluta (“En doble fila”); la obsesión de un hombre por su biblioteca (“Páginas en blanco”); la historia de una anonadante venganza, para cuya lectura (se lo advierto) hace falta estómago (“Todo en orden”); o el cuento más sorprendente que yo he leído de Luis, del que prefiero no destripar la intriga (“Nada en el buzón”).
Muchas y muy amargas son las pulsiones que aletean en estas historias, en las que el autor no se molesta en resultar complaciente o exhibir una actitud serena: su prosa se proyecta aquí como ira de sus personajes, como venganza por agravios que no han sido capaces de perdonar, como reflejo de los abusos que sufren sus criaturas en el mundo del trabajo, esa selva inmisericorde. Sólo situándonos en ese punto de vista seremos capaces de comprender el espíritu de Todo en orden, y de aceptar que su crudeza y su agresividad son mecanismos de defensa. Perfectamente legítimos, dicho sea de paso.