En la casa parroquial de Haworth “todo era felizmente aburrido y normal” (p.18): tanto la sirvienta como las tres hermanas que se encuentran en su interior están realizando las tareas domésticas después del desayuno: planchan sábanas y camisas, hornean el pan, alisan con cuidado las camas, friegan las tazas del desayuno… En apariencia, nada de esta escena costumbrista parece incorporar matices que la hagan diferente de otra vivienda cualquiera del siglo XIX; pero uno de ellos sí que resulta bastante significativo: no, desde luego, que la vieja criada se llame Tabby, pero sí que las tres hermanas se apelliden Brontë. En efecto, la magnífica escritora Ángeles Caso (Gijón, 1959) coloca ante nuestros ojos el ambiente familiar de una casa que carece de matriarca (murió de cáncer, dejando seis hijos desamparados y convirtiendo en viudo al reverendo) y en la que la tía Elizabeth, soltera, ha decidido renunciar a todas las comodidades de su vida para desplazarse hasta allí y cuidarlos a todos.
Las vidas de Charlotte, Emily y Anne son tan grises como las de todas las mujeres de la época, quienes están destinadas a convertirse en sumisas esposas, madres continuas o institutrices de niñas tan grises e indistintas como ellas mismas; pero en las almas de estas tres jóvenes alienta un afán especial: el de publicar sus obras. Primero, las poéticas; después, las novelísticas. ¿Por qué no puede ser posible convertir en tinta sus fantasías? ¿Por qué no pueden soñar con hacerse famosas?
De momento, han de ganarse pequeños honorarios como pueden, porque los gastos de la familia y el escaso sueldo del progenitor las obligan a ello. Charlotte, por ejemplo, tuvo que emplearse como institutriz, “soportando a niños malcriados, padres groseros y madres estiradas y estúpidas como peces nadando en una pecera de agua tibia, que la miraban por encima del hombro y la trataban con displicencia porque era más pobre que ellas” (p.66). Obligadas a la discreción victoriana, viven en “la cárcel invisible de la vida femenina” (p.137), la cual les resulta tan castrante como insatisfactoria. Pero logran mantenerse firmes gracias a su humildad exterior y al fogoso cultivo de la literatura, que las ocupa en el silencio fértil de las tardes y las ha convertido (así lo piensa su padre) en mujeres “apasionadas y pensativas y aisladas y excéntricas” (p.104).
Mucho más constantes que su hermano Branwell (que malbarata su talento por los caminos de la vagancia, el alcohol y el láudano), se lanzarán a la aventura de publicar sus primeros poemas con seudónimos masculinos; y, posteriormente, entregarán al mundo sus asombrosas novelas: Jane Eyre (Charlotte), Cumbres borrascosas (Emily) y Agnes Grey (Anne). Esas obras nos permiten comprender que, además de ser “temblorosas como gorriones perdidos en el invierno y, al mismo tiempo, inmensas como aves gigantescas que pudieran sobrevolar el mundo y abarcarlo amorosas entre sus alas” (p.201), fueron también espléndidas narradoras, que se han incorporado por derecho propio a la historia de la literatura universal.
Ángeles Caso, moviéndose con habilidad y con brillantez entre los terrenos de la veracidad y de la fantasía (es historiadora y es novelista), nos regala un volumen fascinante, meticuloso en el dibujo de los paisajes, finísimo en la penetración psicológica de sus retratos y muy elegante en su plasmación literaria.