Siempre he sido una persona de orden (quiero decir de orden mental y de orden "programático", no del otro: Ya habéis visto en la entrada anterior una de mis libretas y mi mesa). Y siento mucho haber llegado tarde a este mundo al que ya se le ha pasado hasta el calificativo de "postmoderno".
Yo habría sido muy feliz en pleno estructuralismo, en la época dura de la modernidad. Yo habría hecho muy buenas migas con quienes pretendían sentar las bases, marcar los hitos y establecer manifiestos clarividentes, llenos de imperativos incluso categóricos. (Yo soy de los de tenerlo muy claro).
Por eso me vuelve loco este tiempo tan incierto y tan escurridizo. Ya cuando Umberto Eco publicó Obra abierta el suelo se me abrió bajo los pies sin que yo lo supiera (tenía entonces dos años). Es decir, que antes de que yo tuviera la menor noción de lo que habían hecho las vanguardias artísticas del siglo XX ya todo eso había muerto y no valía para nada.
Desde entonces tengo vértigo, y ansia, y necesidad de enterarme de algo; y cada vez que apreso una idea, un dato, una propuesta, se me escapa de entre los dedos y me quedo tan bobo como antes; tan bobo como siempre.
Que nuestro saber no sea una pirámide ordenada, sino una red de ramas y raíces que se traban, se ayudan, se estorban y se contradicen es algo que me desasosiega. Sé que es esa la única forma de que viva, de que no se acartone y rigidice. Sé que una estructura ordenada y kantiana estaría muerta, pero, ah, sería tan confortable. Yo soy aplicado y obediente. Yo estudiaría con verdadera aplicación lo que se me indicara y finalmente conocería la verdad. LA VERDAD.
Ya digo que intento enterarme de algo, y que sé que esta pretensión mía es imposible. Sé que las cosas se traban y se enredan, y me resigno a buscar, a pensar, a escribir (para ver si escribiendo me entero de algo). Repito: ME RESIGNO.
Por eso me lleno de pasmo, de admiración, pero también de indignada desazón y de desaliento con gran dosis de envidia cuando alguien como Agustín Fernández Mallo disfruta con todo esto. Pero, hombre de Dios, ¿no ve usted que todo se está yendo a la mierda? No se lo pase tan bien, coño, que es muy triste.
El muy cabrito nada en este lodazal con placer evidente y con inteligencia desbordante. Hay que ser muy canalla para mantener esa lucidez y para expresarla con tan descojonante seriedad.
Hace años un señorón de nuestras letras le afeó mucho su ensayo Postpoesía, pero aquello era un ligero caldito de pollo comparado con lo de ahora, con lo de la basura. ¡Qué barbaridad! ¡Qué cosa tan tremenda!
Un libro para leer con el lápiz entre los dientes. Pero cuidado: El lápiz se me cae muchas veces, tantas como abro la boca con sorpresa.
Este es uno de los pocos libros en los que subrayar no tiene demasiado sentido, porque al final quedan muchas más líneas subrayadas que no, y no llaman la atención para futuras búsquedas.
Es un libro de poesía. Todos los de Fernández Mallo lo son. Siempre es poeta y siempre lo ha sido, por encima de cualquier otra cosa. Incluso se hizo físico para ser poeta. Porque busca en la física los rincones y los límites más habitados por la poesía, porque hace poesía con las vibraciones, con las indeterminaciones, con las contradicciones de la "realidad" y porque sus teorías (físicas, filosóficas, culturales e intelectuales) son, antes que nada, visiones e intuiciones poéticas. Y además, y sobre todo eso, es un cachondo. Es un hombre serio, muy inteligente, lúcido, que hace unas construcciones lógico-ilógicas y dice unas cosas que te lanzan en varias direcciones a la vez, riéndote a carcajadas y muerto de miedo, y disfrutando y sufriendo de todo ese vértigo. Todo ese vértigo gozoso y terrible.
Desde su primera novela, Nocilla dream, que fue con la que todos sus fans lo conocimos y con la que aún estoy temblando, Fernández Mallo nos muestra con solvencia y seguridad que la estructura del mundo es rizomática (rizomas: esas raíces horizontales que se enroscan entre sí y forman una trama compleja y caótica) en la que todo está hiperrelacionado.
Los objetos y los símbolos, la así llamada realidad, adopta bajo esta óptica una nueva ontología: las cosas no son ni construcciones puramente objetuales y separadas del humano -como dice el realismo clásico-, ni tampoco son sólo construcciones lingüísticas y políticas -como aseguró el pensamiento continental posmodernista-, sino que son "objetos red". (TGB, 21).
Según esto, uno puede lanzar a divagar el hilo de su pensamiento, el ovillo que forma con las cosas, con las referencias incontables, y encontrarse con razonamientos no lineales ni jerarquizados, no ya difíciles de seguir, sino incluso difíciles o imposibles de reproducir, y uno intuye vagamente que hay trampa, que el pensador no nos guía, sino que nos aturde, y que el discurrir de sus evocaciones está lleno de falsos amigos y de relaciones espurias. Pero es que lo que Fernández Mallo nos muestra con ejemplar lucidez es que precisamente este mundo nuestro es espurio. Que nadie pretenda pureza, ni univocidad, ni linealidad discursiva. Que nadie pretenda hacer un camino recto. Fernández Mallo hace infinitas trampas en su discurso, pero es que la cosa es así. No hay otra.
Y lo más grande de todo esto es que yo -ya lo he dicho antes- asumo que todo lo que nos rodea es un cacao incomprensible, y, como digo, intento entenderlo, me resigno a aceptarlo. Sí: Me resigno. Me sacrifico. Me aguanto. En el fondo sufro porque el mundo no sea el ente ordenado que yo querría.
Él no. Él se lo pasa bomba en este cacao con su enorme lucidez e inteligencia y se troncha de risa (la risa va por dentro). Porque toda esa rigidez, toda la relación causa-efecto, el orden, la lógica cartesiana que yo añoro son la muerte y están muertas; y la vida es este burbujeo, este disparatado follón que Fernández Mallo nos muestra y en el que se sumerge.
Y yo intento seguir el hilo (no hay hilo: hay lío de varios ovillos revueltos) subrayando el texto por mor de comprenderlo y me quedo colgado: Y subrayo lo que no entiendo, pero es que yo soy mal lector de poesía: Me fascina su ritmo, su sonido, su elegante remolineo, pero se me escapa su sentido último. Tal vez no lo tenga, o tal vez ni siquiera podamos hablar de sentido como acostumbrábamos. El propio sentido es difuso.
Un ejemplo (perdonadme la simplificación y la caricatura):
Hay dos cosas que no podemos ver: el sol y el yo, y ambas las vemos de una forma indirecta o interpuesta. En muchos relatos y películas de ciencia ficción hay dos soles, dos puntos a los que no podemos mirar. Es algo insoportable. También hay varios yoes. El otro. Los otros. Amenazan la idea que tengo de mí mismo. Amenazan mi yo. Refugio bajo tierra, a salvo de los soles y los yoes. El búnker. "Incluso el yo -antaño monolítica esponja- es una red".
Otro (y seguid perdonándome):
Robar calor es el primer y más sagrado principio de destrucción. El canibalismo (para nosotros gran tabú) roba el calor de los cuerpos. Uno de los sustitutos simbólicos del canibalismo que hemos inventado los occidentales es el hormigón. En el fraguado se extrae el calor de los componentes del hormigón, que pierden su energía y descienden al estado de piedra fría. Esa energía no desaparece, sino que se nos devuelve en forma de edificaciones. (Por cierto: la ciudad y sus edificaciones tienen un equilibrio térmico, siempre inestable, entre el hormigón frío y pacífico y las calientes canalizaciones de agua, electricidad, calentísimos datos... y seres humanos).
¿No es fantástico?
Perdonadme porque lo he contado fatal. Pero no, ni siquiera bien contado se entiende del todo, pero es fascinante. Porque ya no se trata de entender en el sentido clásico. Hay una especie de sentir, de latir, mucho más que de entender.
Ya digo que esto es poesía, hermosa poesía, desasosegadora poesía.
Sé que Fernández Mallo es muy aficionado a la arquitectura, y deseo con todas mis ganas que algún día se lance a escribir un libro sobre ella. (En este la toca, y menciona algunos temas que tal vez contemos por aquí otro día). Sería algo fantástico y nos ayudaría mucho a todos, aunque no le entendiéramos del todo. Sobre todo si no le entendiéramos del todo.
(Nota.- Aún no he llegado ni a la mitad del libro, pero no me podía aguantar a terminarlo. Quizá cuando lo termine vuelva a escribir algo, porque me tiene absorto).