No me mientes. Miras al espejo una vez más. La calle sigue vacía. Un viejo perro atraviesa la vereda entre los charcos. Se ve mojado, camina despacio y cojea un poco, está flaco y se ve que ha visto mejores días en su pasado. Su hocico tiene marcas y cicatrices. Es un perro que se ha abierto camino a mordidas en esta selva de asfalto. La noche no te engaña, hoy quisieras ser ese perro. Cualquiera, menos tú, cualquiera, menos el mensajero.
Miras de nuevo el retrovisor. Los coches pasan esporádicamente, alguna alarma suena lejana. Es un callejón oscuro, vacío, sucio, la noche parece llorarlo. Lugar perfecto para una emboscada, para drogarse, o asaltar a alguien. ¿Quién decide hacer espacios así en la gran ciudad? ¿Son mera casualidad de circunstancias, o rincones del destino donde el mal manda a crear suficiente oscuridad y anonimato para perder más almas? Esos momentos de reflexión son previos a la adrenalina. Acaricias despacio el arma sobre tu pierna. Es buena, te han dicho, dispararla no es complicado. Te inspira respeto, terror y una imposible atracción. Una parte de ti, disfrutaría mucho jalando el gatillo aunque la sola idea te genere náuseas. Es muy diferente vivirlo a verlo en la tele. Nunca creíste que fuera posible sentirte más vivo, más atento, con más miedo. Te han dicho que esperes y tu estómago se retuerce esperando.
No tienes idea de cómo has llegado hasta aquí, pero mírate, un arma mortal en tu regazo, un puñado de dólares en un sobre, y un encuentro seguro con la especie de demonio más despreciable que camina estos mundos. El dinero es un dios tacaño.— piensas. Le es tan fácil corromper las almas con cosas que no son importantes… No es tu Dios. A ti te mueven demonios más oscuros. Acaricias de nuevo el arma sobre tus piernas. El perro corvo renguea en la calle y voltea a verte con fiereza. Te habla claro, desde sus ojos rojos; retándote: —¡Anda animal, hazlo! —Parece reírse.
No esperas más. Sales del auto empuñando el revólver. Es media mañana, el sol está en su esplendor. Es un lindo día para todos en aquella escuela cuando entras con la certeza del fuego en tus manos. Disparas sin titubear, no logras darte cuenta que todo está en tu cabeza, y no son demonios oscuros a los que atraviesan tus balas.
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