Revista Cultura y Ocio

Todo lo que no decimos acaba por mordernos

Por Calvodemora

Me preguntaron
si había previsto la luz,
si estaba la lluvia, el olor de la lluvia,
el paisaje después de que llueva,
el tiempo que tarda la luz
en rodear por entero una palabra
y gobernar su tránsito por los días.
Me preguntaron
si en la creación de la sombra
había procurado esconder un milagro sin aristas,
un corazón con un corazón dentro,
una ventana desde donde los cuerpos son únicamente fuego
y tienen ira en los ojos
y una lanza oxidada en el costado.
Entonces escribí
la trama infinita de la lujuria,
el pulso de las grandes palabras.
Devoré un pubis ecuménico,
un alarde  de asteroides,
y aspiré el aire nuestro sin abril
y floté espléndido
en el loco esplendor de esa vigilia.
En ese desorden multiplicado
amé la blonda sublime del cuerpo profundo,
amé el origen de las cosas,
amé las mareas
sobre las que un dios inventa
naufragios,
amé la semilla, el verbo
al que alegremente
le extirpamos la flor
y el vuelo y queda en fuego manso,
en la liberada costra que un día fue cáliz.
La luz se astilla,
la sombra proyecta pájaros,
todas las almas acuden,
las almas con su templo,
el templo con sus dioses puros,
los dioses con su pandemia oscura.
Se instala la suprema evidencia de que algo verdaderamente importante
va a suceder y vamos a contemplarlo.
Tengo desde anoche una fe absoluta en mis extremidades,
tengo las certezas que nunca tuve,
tengo todo el amor disponible,
el amor ocupando el centro cartesiano de la semilla.
Viene Dios esta noche todavía fogosa,
me busca un extravío de cordura.
Hay tramas de muerte en la herida recién abierta
o vamos a llenar todo de amor,
manso amor, amor primordial y limpio,
la cópula perfecta entre el alma y la tierra,
la cópula alada,
la gran cópula de los músculos perfectos,
el cielo mismo a caballo de mis palabras,
los vivos mirando la boca de la muertos,
buscando la sílaba exacta
tras la que la divinidad esconde su trampa antiquísima,
y otra vez se enciende la memoria,
trae ayer desparramado la memoria,
eco, mansiones para el júbilo.
Creo en las horas frágiles del día,
en las horas elementales por las que discurro y me esparzo,
en el camino humano donde la nieve
cede al peso invisible de la mirada.
Creo en la gracia y rectamente procedo a notificar bajo notario su existencia.
Los poetas están en guardia, alerta la palabra.
El tiempo de los poetas ha llegado.
El río asciende la noche,
la noche vibrando como un adjetivo
en su plenitud de oro.
Se me oculta la luz, se me ofrece.
Todo es tangible, vagamente íntimo.
Vivir sin que nada nos aturda,
vivir así el regalo efímero de entendernos,
el vuelo manso del verbo sin contaminar,
el verbo autista,
el verbo considerado el principio motor de la carne.
Luego vienen los profetas, los salmos,
el monocorde ripio de las almas que buscan un lugar arriba en el cielo perfecto de la salvación,
luego vienen los dueños de las horas,
saquean lo que ven, nada queda libre,
sólo hay muerte,
iglesias vaciadas,
la dulzura del credo convertida en óxido,
el sueño de los perversos.
Todo lo que no se dice acaba por mordernos.
Tengo una fe absoluta en mis extremidades,
en el miedo que me conquista el pecho
y hace que mi corazón se desboque,
se astille, se incendie.
Mirad el corazón astillado,
el músculo convertido en hueso,
el vértigo hecho fiebre y la fiebre
volada al aire antiguo de los ojos
que lo miran todo y a todo le extraen luz
y en todo encuentran sombra,
los ojos con vocación de bisturí,
los ojos del artista
que son los ojos del mundo,
los ojos izados como un veneno cósmico.
He aprendido a nombrar la dicha en las palabras,
son mis ojos los que escriben,
esta caligrafía de bruma sin Brahms ni mordisco
se hace polvo de estrellas,
se hace escritura, boca, vagina,
túnel, un pequeño incendio bebop,
que vence la oscura,
la quemada historia de las palabras
y asciende la tarde,
hasta pesar como un invierno severo
o sin romper todavía.
Miro hacia adentro, en la propiedad más oculta del tiempo.
Soy casi ahora y me queda toda la vida para desabotonarme del todo
y tumbar mi cuerpo en la cosecha infame de las horas.
Todas matan, la última hora debe ser la hora de la poesía.
morir debe ser entregar un último verso.
Todos los versos se parecen a un único gran verso con sordina,
el verso abierto con el que el universo
celebra su festín de secretos.

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