Las reformas son necesarias. Eso nos dice el que hace lo que hay que hacer, porque no existe otra opción que la suya. Solo hay un dios verdadero y el FMI es su profeta. El gobierno del PP no ha sido ni el primero ni el único, pero sí ha sido el dream team prodigioso de Rajoy, aupado por su fiel afición, el que las está llevando hasta el infinito y más allá en tiempo récord.
Para ello ha tenido que prescindir, para empezar, de todo su programa electoral. Y por el camino nos han prescindido de lo que parecía imprescindible: una educación pública decente y una sanidad pública admirada por el mundo. Podemos aumentar la brecha entre ricos y pobres, podemos eliminar las ayudas a los dependientes, maltratar a los inmigrantes, abaratar el trabajo a la vez que se suben los impuestos. Podemos tener una Fiscalía Procorrupción, un cortesano más, defendiendo a los ladrones de guante blanco y un banco malo para que todos paguemos solidariamente sus desmanes mientras ellos expían su mala conciencia tomando un vinito en su residencia de la costa; para que aprendan. O en palacio. También podemos prescindir de la decisión de las mujeres sobre su propio cuerpo ya que al parecer lo gestiona el dios privado de unos señores y señoras que creen en él.
Pero hay una línea roja, como dicen los cursis, que nuestra democracia no puede atravesar bajo ninguna circunstancia: el container. Se ha vuelto a ver una vez más, tras los atentados de Gamonal, en Burgos. Pase lo que pase, el container es inviolable. El container es el tótem, el producto supremo, la obra cumbre de la Santa Transición. Todos somos contingentes, solo el contenedor es necesario. Más sagrado que una vaca en la India. Por el container hacia dios.

Pero el estado democrático, en teoría, se basa en aquello del contrato social, por el que los gobernados ceden su soberanía, el dinero de sus impuestos y hasta un camión antidisturbios a otros individuos que se encargan de organizarlo todo. La condición es que los organizadores deben proteger de manera justa e imparcial una serie de libertades y derechos consensuados entre todos. Lo de ser honrados y no delinquir no se si se precisa explícitamente en el contrato, no soy un experto. Bueno, el caso es que se presentan a unas elecciones con un programa, y si ganan lo cumplen, teniendo en cuenta también a las minorías. Si se lo saltan a la torera la legitimidad se rompe. Incluso el respeto, solo queda el miedo a las porras.
Pero hay gente inquieta y levantisca que dice que no, que no era eso, y que quiere que se le escuche porque lo dice el famoso contrato. Se deja el miedo a las porras en casa y sale a la calle.
La calle también es suya
La calle es ese territorio prohibido por la Cultura de la Transición, al que solo puedes salir en masa si gana tu equipo de fútbol. El milagro de la transición consistía en que permaneciéramos en nuestras casas mientras los profesionales manejaban el asunto todos a una, marginando al diferente y negando el conflicto. Cualquier conflicto. La versión más esperpéntica de esto es la que identifica toda protesta (sean los obreros de la SEAT o una agrupación ciclista) con el terrorismo. Aunque tiene sentido, a ellos realmente les produce terror ver a la gente en la calle, son muy de indoor.

La penúltima vez ha ocurrido en Gamonal, un barrio de Burgos. La historia ya la saben, un triunfo de la lucha y la solidaridad de unos vecinos que por una vez (y que sirva de precedente) vencieron en la calle al enésimo pelotazo urbanístico. Ellos también se han visto envueltos en ese laberinto dialéctico del poder: cuando la protesta es pacífica se ignora y si se vuelve violenta pierde toda la legitimidad que tendría si fuera pacífica. No hay salida, así que a callar y para casa. Pero en Gamonal han sabido salir y, no nos engañemos, ha hecho falta quemar algún container. Es un camino de mierda, si me permiten la ordinariez, porque a nadie le gusta ser golpeado por la policía, detenido o multado por defender su barrio, su puesto de trabajo o la sanidad pública. Pero el otro camino acaba en un muro.

Así que te das la vuelta y los ojos se te van a los containers, pero sabes que eso ni tocarlo. Es un símbolo nacional, cada contenedor que arde es una herida en el alma de los españoles de bien. El container es el toro de Osborne de la monarquía parlamentaria que nos gobierna. Propongo una estatuya homenaje en la capital, parecida a la magnífica ilustración de J.R. Mora que encabeza esta entrada. Calatrava sería perfecto para el encargo.
La verdad es que puestos a elegir símbolo nacional, el container es apropiado. Un lugar para la basura creo que marca la altura de desarrollo a la que ha conseguido llevar la democracia nuestra Santa Transición en sus casi 40 años. De hecho creo que deberíamos incorporarlo como escudo a la bandera. Así los violentos podrían quemar dos pájaros de un tiro, con sus correspondientes multas, por supuesto.
Se qué están pensando: peor sería una dictadura, incluso la del proletariado. Pues todos contentos porque el amo solo nos azota, pero nos deja vivir. Incluso rebuscar en los containers, siempre que no los quememos. Fin de la cita.