Revista Educación

Todo por la ciencia

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Boson

Que se pudra el acelerador de positrones. Mi hermano, mi padre y yo dimos, años ha, con la partícula de dios. Sucedió por primera vez durante unas vacaciones en Patalavaca, justo a la hora del almuerzo. Teníamos delante de nosotros dos platos de macarrones con atún, una ensalada y a ella, la botella grande de Coca-Cola con el culo de plástico negro.

Fue una de las revoluciones de los años ochenta. El recipiente de cristal, pesado y frío, dio paso aquel verano a esa gran cápsula de PVC, llena de curvas y con una capacidad -nada menos que dos litros- que llegaba a resultar obscena. Pero no nos engañemos: en cada comida, como a tantos niños del mundo, solo nos tocaba un vaso a cada uno. ¿Para qué tanto ante nuestros ojos si solo podíamos catar un poco? Así que resultó inevitable: el racionamiento al que nos sometían nuestros padres pronto derivó en discusiones e incluso en pequeñas escaramuzas antes del aperitivo. “¡Le has puesto más que a míiiiii! ¡No es justo! ¡Yo merezco tanta Coca-Cola o más que éeeeeel!”, nos gritábamos sin parar el uno al otro, cegados por la codicia, por el ansia de refresco. Una vez, mi hermano cogió un cuchillo romo, secuestró la botella de plástico y se subió al sofá cama del apartamento amenazando con rajarla. Habíamos llegado a una situación límite y mi padre tenía que poner remedio.

Nos propuso un acuerdo. Lo de los vasos no se podía negociar, uno al día era más que suficiente. Sin embargo, introdujo una nueva cláusula de reparto: uno se encargaba de llenarlos y el otro elegía primero. Me tocó el honor de servir por primera vez y tenía que hacerlo con cuidado. Mi hermano escogería uno de los resultados de mi reparto y no podía llevarse ni una gota más que yo. Así que comencé a verter Coca-Cola, poco a poco, en uno y otro recipiente, cerrando un ojo para dibujar una línea imaginaria, un tope idéntico para los dos vasos. Pero por más que medía y calibraba, nunca había la misma cantidad en los dos vasos.

Y así fue cómo, nanolitro a nanolitro, nos sumimos en el mundo cuántico y en la teoría de cuerdas hasta dar con el reparto perfecto, con la fórmula que nos permitiera tomar, en cada comida, exactamente el mismo número de átomos de Coca-Cola. Una teoría que todavía hoy, cada domingo o durante la cena de Navidad, ponemos en práctica con el vino, la salsa bearnesa o las papas fritas. ¿Gran colisionador de hadrones? Ya lo dice mi padre: “Encierra a estos dos muertos de hambre en un tubo, dales una loncha de jamón, un cúter, una lupa y aceléralos”. Todo por la ciencia.


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