Revista Cultura y Ocio
Me ocurrió este año. En el súper. Era un 13 de febrero, la víspera de san Valentín. Delante de mí, en la fila para pagar en caja, había un hombre como de unos cuarenta años, menudo, de carnes secas. Cuando ya le tocaba el turno, se abrió la puerta del local y entró una moza de buen ver, con pantalón ajustado y curvas pronunciadas. Y el hombrito, con la compra del día en la cinta de la caja, se quedó embelesado unos segundos, siguiendo descaradamente, como hipnotizado, el bamboleo de las poderosas caderas de la aparecida... Si hubiera dado un paso en dirección a la señora estupenda de culo ceñido, habría patinado indudablemente en su propia baba. Luego recapacitó, con aires de disimulo, como diciendo "yo soy un inocente varón", recobró la compostura, giró la cabeza hacia donde estaba inicialmente y, antes de pagar, reparó en un cesto lleno de ramos de flores que, a un lado de la caja, ofrecía la posibilidad de llevarse uno de ellos dada la oportunidad de la fecha. El hombre se aproximó allí, cogió uno y lo puso en la cinta transportadora junto a los huevos, los macarrones, la botella de aceite y el brick de leche que iba a pagar. Un gesto de última hora para su mujer en fechas tan señaladas. Todo un detalle de un hombre verdaderamente enamorado que siempre se acuerda de estas cosas.