Berlanga ha sido todo un visionario, y si en esta España no fuéramos como somos deberíamos haberle colocado hace tiempo en La Moncloa o muy cerquita, porque siempre ha sabido anticiparse a las lacras patrias metiendo el dedo bien dentro de sus llagas. Ahí, en sus películas, están todos los meapilas que mueven y menean este patio de Monipodio que es nuestro país.
Si pensara bien lo que acabo de escribir, debería borrarlo o pedir disculpas, porque será un cinco por ciento, más o menos, de la extensión de este artículo, y ahora tendré que adecuar mis esfuerzos a mis nuevos emolumentos. Y es que, en efecto, tengo que pedir perdón, aunque me cueste, porque soy funcionario; perdón por ser un funcionario trabajador que procura destrozar cada día el mítico tópico (vagos y jetas hay en todos los oficios, creo yo); perdón también por haber aprobado unas duras oposiciones con el único esfuerzo de mis neuronas y de las pestañas que me dejé al no dormir; perdón por haber cometido el dislate de aprobarlas después de licenciarme en una universidad; y perdón por tener un suelo asegurado, aunque congelado desde hace unos cuantos años sin haber protestado por ello.
Me siento fatal por todo esto, pero mi contrición no ha hecho más que comenzar, debo pedir perdón por no haber especulado, cuando venían bien dadas, con mi salario y con mi trabajo, como hicieron otros muchos; perdón por no haber dado ningún pelotazo ni haber llenado de billetes alguna bolsa de basura; perdón por trabajar para los demás, para el estado de este santo país, en mi caso tratando de educar y enseñar a los hijos de muchos españoles, algunos de los cuales más de una vez me han restregado en las aulas que sus padres, cuando venían bien dadas, ganaban diez veces más que yo.
La culpa me corroe, me disculpo por no ser consejero de nada, subsecretario, secretario, vicepresidente, secretario general, alcalde, concejal, diputado, y mea, meísima culpa, me disculpo por no ser asesor, ese cargo fantasma de la vida pública que se lleva cuarenta o cincuenta mil euros al año y que nadie sabe nunca qué hace ni quién le ha contratado. Por todo ello me golpeo el pecho un sinnúmero de veces.
Y me lo golpeo también por quejarme, por estar enrabietado ante esta bajada de sueldo que seguramente es consecuencia de otras bajadas de pantalones, y entono lamentos profundos por ser un mal español que no quiere sacrificarse para que su país salga adelante mientras los funcionarios políticos, ahora que vienen mal dadas, siguen cobrando unos dinerales mareantes, cuyas cifras hay que encontrar de milagro porque son un secreto sumarísimo muy bien guardado.
Perdón por desear que desaparezca tanto cargo inútil; perdón por no querer que un diputado siga cobrando su salario parlamentario hasta año y medio después de haber cesado en el escaño (si es que alguna vez sus nalgas lo profanaron); perdón por no tener prebendas de por vida; perdón por no chupar de una teta que cada vez está más reseca. Perdón, repito ya postrándome en el frío suelo, por ser un español que no entiende que las únicas votaciones unánimes que hacen los políticos son aquellas en las que se revisan SUS sueldos, siempre al alza vengan bien dadas o no.
Perdón por levantar la voz y no querer que el resto del país vea a los funcionarios como enemigos públicos, y eso que los otros enemigos son los pensionistas, a los que creo que también les van a dar lo suyo. Perdón por no converger con una Europa a la que no entiendo, y con unos gobiernos, el de ahora y los de antes, y los de mucho antes, a los que tampoco entiendo aunque me hayan hablado en mi idioma.
Por todo ello, pido perdón al país entero. Y si me quedaba el consuelo de endulzarme la jornada con un refresco en la cafetería de mi instituto, ahora tampoco podré hacerlo, porque otro decretazo me lo prohíbe, y eso ya sí que no, podré sufrir en silencio la bajada del cinco por ciento (ahora es cuando en verdad he entendido la famosa rima del numero cinco, ahora), pero no sin mis chuches, mis bollos, mi café cafeinado. Con la que está cayendo, los gerifaltes locales, que se hinchan a comidas oficiales, no tienen nada mejor que hacer que decirnos, a nosotros y a los críos, qué dulces podemos o no podemos tomar. Yo quiero una cárcel como la de Berlanga, porque como esto siga así, me pienso muy seriamente lo de la cadena perpetua.