Estamos todos locos. Que lo sepáis.
Pero no os lo toméis a mal si descargo esta sentencia de forma tan rotunda. Mejor dejarlo claro desde un principio para que lo terminemos de asimilar antes que después. Nos vendrá muy bien. En serio.
La Psicología o la Psiquiatría continúa apareciendo como una ciencia por completo estigmatizada. De alguna forma todos somos conscientes de que, de vez en cuando, «se nos va un poco la olla«; perdemos la paciencia, respondemos con un grito, nos desanimamos, incluso llegamos a agredir físicamente a otra persona, o a un objeto, o bien se nos trastoca la cordura por los celos, o la envidia nos corroe. Y cuando vamos al volante, ni te cuento ya; nos transformamos en auténticos «desconocidos». Pero nadie considera que semejantes comportamientos merezcan un tratamiento profesionalizado desde la figura de un profesional de la Salud Mental.
El psicólogo o el psiquiatra se necesita sólo, consideran muchos, para aquellas personas realmente problemáticas, que manifiestan un comportamiento incompatible con el resto de la sociedad. Inadaptados, acosadores, asesinos, el clásico psicópata, un maníaco sexual, pero también incorporamos en ese saco del caos mental a todas esas personas con trastornos alimenticios, estados anímicos depresivos prolongados, o los más recientes diagnosticados con TDAH (Trastorno de Déficit de Atención con Hiperactividad), entre otros muchas psicopatías perfectamente definidas por la ciencia mental, y que a menudo se derivan hacia la Psiquiatría.
Pero no confundamos, por favor, la Psicología con la Psquiatría. Ambas coinciden en su área de trabajo; la Salud Mental, pero su enfoque y tratamiento, difiere tanto por su ascendencia formativa académica como por la naturaleza de las terapias que abordan una y otra disciplina profesional.
Así es como lo percibe la mayor parte de la gente.
No queda nada bien decir que vamos al psicólogo. La percepción que tienen las personas de ti cuando confiesas que sigues un tratamiento en un gabinete de psicología cambia radicalmente de forma muy sutil. «Uf, éste no está bien de la cabeza«, suele procesar nuestro cerebro mientras nuestra mirada a duras penas consigue disimular la intranquilidad que nos provoca esa información.
Una valoración del todo injusta, y estigmatizada, como decía, dado que nadie, insisto, NADIE mantiene hoy una total omnisciencia de su comportamiento y reacciones para valorarlas como desajustadas, o desequilibradas, cuando se muestran como tal. Y a menudo es así.
Muchos achacan esas reacciones a su propio carácter: «¡ Yo soy así!, es como soy».
Y con esa síntesis del problema nunca abordamos su corrección. Un problema que puede y consigue distorsionar las relaciones familiares, laborales o incluso de amistad. Guardamos nuestros pequeños discos defectuosos en un cajón con llave, y allí los vamos almacenando, en un desorden caótico, incómodos por su existencia, que a veces logramos olvidar o ignorar, pero que con el paso del tiempo, antes o después, aparecen de nuevo, incontrolables, sometiendo a nuestro sentido común hasta desactivarlo del todo.
No estás obligado a ser así. Puedes transformar ese carácter impredecible en alguien infinitamente más agradable. Existen las herramientas para conseguirlo
He observado a compañeros de trabajo como mientras abordan algunas negociaciones delicadas con determinados clientes les sobreviene una tos seca que se repite y repite, entre frases entre cortadas, al tiempo que el volumen de sus palabras va incrementándose hasta convertirse en un auténtico grito, y que sólo desaparece cuando concluye la tensión de esa negociación.
También he visto a dos mujeres, en el metro, en plena hora punta, enfrentarse a voz en grito, una contra la otra, ignorando por completo la ridícula escena que protagonizaban, y todo por ver quién accedía antes al abarrotado vagón para distribuirse en el escaso espacio libre disponible que allí podíamos encontrar.
Y me explicaba un amigo, también, que su jefe, en la entidad financiera donde trabajaba, mientras se dirigía a su equipo, bien fuera por teléfono, o bien de manera presencial, y necesitaba hacer llegar un mensaje apremiante para que sus subordinados se esmerasen más y mejor en la consecución de los siempre ambiciosos objetivos, lo hacía en muchas ocasiones de forma desproporcionadamente violenta, gritándoles, intercalando con frecuencia palabrotas y frases cargadas de violencia y tacos, matizando además que su rostro se desfiguraba y enrojecía de manera alarmante.
Me aclaraba mi amigo, como buscando justificar ese comportamiento, que fuera de aquellos momentos de injustificable furia desatada, su jefe era una persona simpática, bromista y muy bien valorada a nivel de dirección.
Incomprensible, sinceramente.
Una cliente de una delegación en la que estuve trabajando durante un tiempo me explicaba que la permanente ecuanimidad a la que le obligaban sus cuatro hijos la llevaba a un sin vivir. Era una mujer luchadora, que años atrás decidió poner fin a las vejaciones y maltratos físicos de su ex-marido, para incorporarse de pleno al mercado laboral con un pequeño pero rentable negocio de restauración, que ella misma regentaba y con el que di trabajo a 6 empleados. Logró comprar su propio piso, defendiendo ella sola el préstamo hipotecario que solicitó para su compra, y no sólo consiguió liquidar el mismo antes del plazo final previsto sino que con el paso de los años supo acrecentar un saldo considerable tanto en su cuenta corriente, como en un plan de pensiones privado y una cuenta de valores que gestionó activamente, dejándose guiar por los profesionales del sector pero también por su sabio instinto inversor. Todo ello sin dejar de atender la crianza de cuatro adolescentes que crecieron enteramente bajo su tutela, por la incapacidad de su padre para ejercitar esa tutela compartido por sus problemas con la bebida. Y ahora, en su ancianidad, después de todos aquellos disgustos, esfuerzos, fatigas y renuncias, sus cuatro hijos, adultos ya, casados, algunos con hijos, la sometían a un marcaje tan férreo en el control de su propio dinero que la pobre mujer tenía que hacer filigranas para poder ayudar puntualmente si alguno de ellos se encontraba en dificultades económicas sin que el resto se enterase de esa ayuda, debiendo compensar en la misma proporción al resto de hermanos si éstos descubrían ese apoyo financiero extra. Y todavía se mantenía al corriente de lo que le sucedía a su maltratador ex-marido ingresado en una residencia, aquejado por los primeros síntomas de la demencia senil, y que mantenía discretamente al cuidado del favorito del padre, el mayor de los chicos, y por medio del cual permanecía en todo momento pendiente de aquel que en su día tanto sufrimiento le había inflingido. Toda una gran dama. Y sin embargo, los hijos nunca se habían desprendido de aquella pesada mochila de hipertutelaje de una madre que buscaba con su sobre-protección compensar la deriva existencial del padre de familia, alcohólico y maltratador.
¡Qué historia! Digna de todo mi respeto.
Me explica mi sobrina, cuando me intereso por sus avances académicos, que durante las clases, en su colegio, cuando en ocasiones el profesor de Historia, y Coordinador de la ESO, perdía la paciencia con algún alumno por sus reiteradas y constantes interrupciones, enviaba una señal de advertencia al alumno en cuestión del tipo siguiente: «-O TE CALLAS O TE TIRO UNA MESA A LA CABEZA-«. Algo así como si te sacasen una Magnum del calibre 45, te apuntasen con ella a la cabeza y te soltasen aquello de que… -«O haces lo que yo te diga o te vuelo la tapa de los sesos.» Y tanto revuelo ha causado semejante amenaza que ya es todo un «meme» entre los díscolos alumnos de la ESO de ese centro, que evidentemente se tomaban a pitorreo semejante bravuconada.
Poco educativo, ciertamente, ¿ no creéis?. Y no es de extrañar que entre esa y otras lindezas del desacertado profesor ocasionaran su expulsión del centro educativo.
Años atrás, me asignaron un nuevo destino en una oficina de pueblo. Su director no era mala persona, pero los líos amorosos en los que se había metido durante los 8 meses que su mujer decidió unilateralmente irse a estudiar a Canadá le estuvieron pasando factura una larga temporada. En la oficina se nos presentaba cada día, de forma invariable, a punto del cierre, su ex-novia. Lo que digo; una joven brasileña, bastante discreta tengo que decir a su favor, que no aceptaba muy bien el echo de que él la hubiera plantado recientemente, después de haber compartido piso durante aquellos últimos 6 meses. Al hombre no se le había ocurrido otra cosa que liarse con aquella pobre chica, que ilusionada por lo que parecía una relación de futuro con un director de oficina bancaria, se aferraba ahora desesperada a una relación ya inexistente. Le imploraba, le rogaba, le suplicaba, insistía todos los días para que él retomara aquella convivencia idílica, ahora rota por el inminente retorno de la legítima pareja, y esposa. Una situación bastante surrealista, que todos padecíamos en la oficina, desconcertados por aquel entramado amorío, en el que claramente observábamos el sufrimiento emocional de todos sus actores: La joven brasileña que veía como se le escurría de entre sus manos lo que ella consideraba como un excelente partido. El director de la oficina que se veía obligado a renunciar a su joven amante, probablemente mucho menos exigente que su mujer, y a la que por circunstancias que no llegábamos a comprender todavía se aferraba y no quería perder, ahora que volvía de su largo período formativo en Montreal, y que debido precisamente a su ausencia éste había decidido por despecho aventurarse en aquella relación extra-conyugal irracional. Pero también la esposa emancipada que alertada por algunos familiares cercanos que residían en aquella pequeña localidad, donde pocos secretos podían ocultarse, volvía furiosa para exigir lo que por pleno derecho le correspondía.
Qué culebrón tan apasionante. Las emociones se desbordaban pero las distorsiones laborales que ello generaba en la oficina y en sus objetivos también terminaron por pasarnos factura a todos.
Algunos años después, en otro destino, con un equipo diferente, el director de ese otro centro de trabajo, que desempeñaba sus labores desde un despacho situado en la planta inferior, a pie de calle, abordó furibundo una mañana al compañero que tenía justo a mi lado, codo con codo. Estaba completamente alterado, tanto que no era consciente del agresivo lenguaje corporal que ejercía sobre mí compañero. Su cuerpo inclinado sobre el escritorio de esté , sus manos encogidas en puños sobre los documentos depositados encima de la mesa, cual espalda plateada se tratase, y su rostro a escasos centímetros del interpelado increpando en tono gradualmente cada vez más alto y desquiciado sandeces del tipo:«¡ Eres un pésimo gestor! ¡ Lo haces muy mal! ¡ Gestionas muy mal a tus clientes! ¡ Me ha tocado a mí comerme toda la bronca de tu cliente!»
Y como su rostro se volvía cada vez más blanco, su tono de voz se había transformado ya en grito, y no permitía a mi compañero el más mínimo alegato en su propia defensa terminé por levantarme, acercarme hasta a él y tirando de él, con vehemencia lo alejé de la escena para evitar que la situación llegase a las manos. Conocía perfectamente a mi compañero de escritorio, y a su afición por las pesas y el boxeo técnico que practicaba de manera ocasional en el gimnasio. Y sabía perfectamente que aquella serenidad con la que había aceptado la furibunda reacción del director no era fruto más que del pleno convencimiento de que en cualquier momento podía levantarse de su asiento y zanjar con un nock out contundente aquella rabieta absurda, impropia de una persona que rondaba ya los 50, tiempo más que suficiente para meditar lo que se va a decir, y cómo se va a decir.En YouTube circula muchísima información pero me llamó en especial la atención un vídeo grabado por un testigo presencial en el que durante una retención de vehículos en carretera, en las afueras de Barcelona, un motorista, desquiciado por el comportamiento errático y abiertamente hostil del conductor situado en frente y que al parecer, según se aclaró en un interrogatorio posterior, pues el vídeo llegó a los medios de comunicación y de ahí a la Guardia Urbana del Área Metropolitana, llevaba tiempo ejerciendo una conducción temeraria en contra del motorista, abortando peligrosamente cualquier maniobra de adelantamiento que éste intentará practicar para zafarse de aquel conductor que entorpecía de forma maliciosa la circulación, en ese caso del motorista, si bien estoy convencido de que podría haber sido en contra de cualquier otro conductor. Pues bien, el motorista, como decía, harto de semejante hostigamiento gratuito que ponía además en peligro su propia integridad física, aprovechando ese parón en carretera, bajó la pata de cabra para apoyar la moto, descendió del asiento y con paso firme se acercó hasta la ventanilla del «conductor diabólico» para increparle por su comportamiento malicioso y como la respuesta del conductor, que había tenido la deferencia de bajar la ventanilla para escuchar mejor lo que el motorista le recriminaba, no fue todo lo satisfactoria que cabía esperar el alterado motorista lanzó un ataque físico contra el rostro de su adversario consistente en una martilleante repetición compulsiva de frenéticos puñetazos que parecían no tener fin. Realmente su grado de desquicie era tan elevado que estaba fuera de sí. Pero no me pasó desapercibido un detalle muy importante; el conductor agredido, o agresor, según se mire, soportó estoicamente aquel vapuleo físico sin dar respuesta ni réplica. Y no me quedaba muy claro si lo hizo por la cobardía de enfrentarse en ese cuerpo a cuerpo, o por asumir que se había comportado como un auténtico capullo al volante y el motorista le hubiese revelado de manera tan visionaria esa realidad.
Una situación muy graciosa de la que pude ser testigo, años atrás, y que no dejaría de clasificarse como un comportamiento errático o distorsionado, fue el caso de una joven colega mía, de trabajo, que aprovechando que pasaba por su lado un joven recién incorporado y por el que manifestaba cierta atracción física, no se le ocurrió otra cosa que soltarle una palmadita en todo el trasero, siendo testigos de ello la mayoría de los allí presentes.¡ Y no éramos pocos! Graciosa la escena primero porque se invertía el rol habitual de «acosador-acosada», pero graciosa también por lo primaria de aquella reacción. Evidentemente, la compañera tuvo su sesión de reflexión con el responsable de la oficina con el fin de que pudiera comprender mejor el alcance de una reacción como la que había tenido.
El caso de Héctor me sorprendió en mis primeros años de adolescencia, en el colegio. Por aquel entonces yo era de puño fácil. Manifestaba escasa tolerancia por cualquier tipo de acción que hiciera de mi el objeto de una broma pesada, burla, mofa, o acoso individual. Procuraba siempre hacerme respetar, y si para ello había que repartir de vez en cuando alguna castaña, pues quedaba dentro de lo éticamente permitido. Al menos desde mi personal punto de vista. En 3º de BUP tenía yo 16 años, y durante todo aquel curso, mi compañero de clase Héctor la cogió conmigo. Pero no venía de frente nunca. Se dedicaba a divulgar maliciosamente algunos detalles de mis relaciones amorosas con las chicas del curso, distorsionando la información, retorciéndola y violando la discreción que yo siempre llevaba con aquellos asuntos. Era una guerra psicológica sucia que consiguió desquiciarme mucho más que cualquier pelea rápida y práctica de patio. Un día en particular, mientras nuestro entrañable profesor de Historia divagaba con la decadencia de los Austrias y la de los Borbones, durante los siglos XVIII y XIX, y la pérdida de influencia política internacional del Imperio Español, a Héctor le vino la inspiración de emplear el canuto de su bolígrafo como cerbatana para lanzarme bolitas de papel mojadas en saliva, desde el fondo de la clase. Varias de ellas impactaron en mi ropa y cabello lo que provocó en mi un violento impulso exterminador hacia aquel pequeño cabroncete que se divertía a mi costa. Me levanté ciego de ira, directo hacia él, sin importarme lo más mínimo los escarceos de los generales Narváez, Espartero y O´Donnell que hacían todo lo posible por sustraer el poder a la legítima heredera al Trono de España, Dña. Isabel II, entre aquellos y la madre de la niña, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias. Mi objetivo era Héctor, y nada me iba a impedir llegar hasta él y meterle el puñetero canuto por donde yo me sabía. En mi trayectoria furibunda tiré al suelo varias sillas y un par de mesas de otros compañeros que me estorbaban en mi embestida, hasta que por fin salté sobre mi oponente para someterlo a un zarandeo violento y sordo a cualquier otra interpelación a la cordura, en especial de nuestro profesor que por lo que me explicaron después no paraba de gritar: «¡ Pareu, pareu!» (¡ parad, parad!).
Al final tuvieron que separarnos entre el vigilante del patio, y otro profesor más joven que pasaba por allí de casualidad.
Los hechos fueron investigados, se tomaron en cuenta los motivos que nos habían llevado a ambos a aquella situación, y el resultado de la contienda fue un día de expulsión para mi, y cinco días para Héctor. Al final, no había sido yo su único objetivo de acoso y persecución durante aquel curso. Presentaba otras muchas situaciones de conflictividad. ¿ Y por qué? Es decir, ¿ qué le había ocurrido a Héctor para convertirse en aquel insoportable compañero de clase? Mi tutor tuvo la delicadeza de compartir aquella información; los padres de Héctor se encontraban en un proceso de separación matrimonial y las consecuencias las sufría el chaval. Yo no era más que su válvula de escape.
Después de aquel episodio, como siempre procuraba hacer, decidí acercarme a él para ofrecerle las paces, como dos buenos caballeros, cosa que aceptó de buen grado y nunca más volvió a comportarse como lo había hecho.
Y un caso más extremo que éste fue el que le tocó vivir a una madre del colegio de mis hijos. Al llegar del trabajo una tarde, mi mujer me indicó que me acercase al domicilio familiar de esta mamá porque allí se encontraba uno de mis hijos realizando una actividad escolar de grupo. Mientras esperaba en el recibidor de entrada exterior del magnífico chalet de aquella familia salió a colación entre nosotros el tema del ciber-acoso en las redes, y lo sorprendente que era que se diera entre los mismos alumnos del colegio, hábida cuenta de los valores que como centro escolar se pretendía entre sus alumnos. Y a raíz de esa conversación la mamá me comunicó que su propio hijo, el mayor, que se encontraba a punto de finalizar Ingeniería en la universidad, con excelentes notas, había sido objeto de un episodio de acoso salvaje por parte de un grupo de compañeros de curso, en su etapa escolar. La madre no podía impedir que los ojos se le humedecieran de pesados lagrimones mientras recordaba aquel triste episodio que le había tocado sufrir a su hijo, y que en casa no supieron detectar a tiempo por el férreo control que los alumnos ejercían sobre la voluntad del chaval. Le insultaban, le pegaban, hundieron su rostro en un water, le amenazaron con violar a su madre, a su hermana pequeña, …en fin.
Actos de duro acoso escolar que siempre, y en todas las ocasiones necesitan una respuesta del psicólogo desde ambos sujetos, el activo y el pasivo; del acosador, porque debe entender que las acciones de ataque sobre la víctima son fruto de un trastorno que necesita ser detectado y corregido, y del acosado, que deberá aprender a convivir de manera serena y equilibrada con los recuerdos del trauma del que ha sido objeto.
En definitiva, la interacción de persona a persona, como podéis observar, genera siempre distorsiones. Unas leves, intrascendentes, otras realmente graves y que deben ser abordadas lo antes posible.
Si tu comportamiento diario provoca en tu entorno malestar, desasosiego, estrés o irritación, necesitas solucionar ese problema.
Si pierdes los papeles con relativa frecuencia y magnificas supuestas afrentas personales más allá de su importancia real, necesitas solucionar ese problema.
Si estás convencido de que cualquier tipo de mujer va a responder cariñosamente a la lascivia descarada que respiran tus insinuaciones, sea cual sea el contexto donde las emitas, necesitas solucionar ese problema.
Si sientes un impulso irrefrenable de montar una escena cada vez que las condiciones de un comercio no concuerdan con tus planteamientos, y amenazas con denunciar a todo el personal del establecimiento ante la policía y si fuera necesario hasta el mismo Tribunal de La Haya, necesitas solucionar ese problema.
Si no te hablas con tu familia, o no interactuas con ella de forma regular, en el respeto, el cariño, la solidaridad y lo único que aflora en tus sentimientos son viejos rencores, favoritismos, y venganzas, necesitas por supuesto solucionar ese problema, tú y todos los miembros de la unidad familiar.
Si consideras que la base de tu diálogo personal, ya sea con clientes, compañeros de trabajo, familia o presuntas amistades debe establecerse desde la imposición, la intimidación o la amenaza, necesitas solucionar ese problema.
El diagnóstico es relativamente sencillo: Si tú y tu entorno inmediato compartís alegrías y existe buena sintonía, auténtica y honesta, no adulterada o condicionada por relaciones de subordinación inviolables, entonces todo está bien.
Si no es así, algo hay que tratar, reparar o equilibrar. Seguro. Y no hace falta, insisto, con ser un asesino, un violador, o un psicópata con esquizofrenia paranoide.
El camino que toma un psicólogo es una larga travesía a través del desierto. No sólo se encontrará con graves problemas de estabilidad laboral durante toda su carrera profesional probablemente, sino que también deberá acumular muchas, muchísimas horas de recorrido profesional. La experiencia se convertirá en su mejor acreditación, y eso se traduce en años de bagaje aplicando los diferentes métodos desarrollados a lo largo del tiempo en Psicología. Sus expectativas económicas quedarán supeditadas a su desarrollo personal más allá de lo habitual en otros sectores profesionales. Y será raro si consigue firmar con algún centro o gabinete un contrato laboral indefinido. Que cuente mejor con darse de alta en la Seguridad Social como Autónomo, para firmar sucesivos contratos mercantiles de duración determinada, que a veces renovará y otras muchas, no. Se formará académicamente durante un mínimo de 4 años en Psicología, y si se plantea después optar a una plaza pública en algún centro clínico deberá opositar al PIR (Psicólogo Interno Residente) durante otros 4 largos años.
Pero al psiquiatra no se lo pondrán más fácil. Necesitará cursar los 6 años de Medicina y como cualquier otro estudiante deberá cursar el famoso MIR, durante otros 4 años, para poder ejercer esa especialidad.
Al final, unos y otros abordarán el mismo asunto: la mente y sus entuertos. La Psicología aplicando terapias consistentes en encuentros con el paciente que refuercen su autoestima, mejoren su estado anímico, y le ayuden a identificar el origen del trastorno que sufre, motivo de las distorsiones que pueda estar generando en su día a día.
El Psiquiatra analizará la problemática que el paciente presente desde un punto de vista fisiológico-neurológico , diagnosticando el origen de la patología para prescribir determinados fármacos o terapias clínicas de rehabilitación, regeneración, activación o anulación de los campos neuronales afectados, disminuidos o lesionados.
En muchas ocasiones ambos profesionales deberán trabajar de la mano. El psiquiatra necesitará la intervención del psicólogo para conseguir que los efectos farmacológicos de la medicación que prescriba puedan alcanzar su potencial pleno mediante el trabajo de introspección, análisis y resolución de conflictos que éste sugiera, incluso hasta conseguir la independencia del paciente respecto del soporte de la química, o la disminución de su dosis.
Desenredar los entuertos de la mente no es tarea sencilla. Lleva su tiempo. El paciente debe ir despertando gradualmente la auto-conciencia de su problema pero también debe aprender a enfrentarse a las situaciones que lo generan para lograr desactivar los episodios de crisis, sean del tipo que sean. Y eso no se consigue en cuatro días. Según la naturaleza del problema, puede que el tratamiento se prolongue durante meses o años incluso.
Las recompensas por el trabajo constante y bien hecho llegarán con el tiempo en una proporción muy elevada. Pero no siempre psiquiatra o psicólogo llegarán a tiempo. No sólo nuestra mente puede inducirnos a un comportamiento gratuitamente irritante con aquellos con los que interactuamos sino que puede llevarnos a tendencias auto-destructivas por lo que minimizar determinadas reacciones o estados anímicos puede impedir aplicar a tiempo las medidas correctivas necesarias que puedan alejar ese fantasma tenebroso, doloroso, del suicidio.
La Psicología y la Psiquiatría no se ha desarrollado, sólo, para los locos, para los paranoides, para los alineados, para los inadaptados, para los depresivos, para los esquizofrénicos. Se ha desarrollado para todo ser humano, precisamente para evitar llegar a ese estado mental, por lo que recurrir a su asesoramiento debería ponerse en valor tanto como cuando acudimos a nuestro médico de cabecera.
Probablemente tu médico te indique que debes realizar más ejercicio, disminuir la injesta de alcohol, dejar el tabaco, abandonar esos malos hábitos alimenticios, etc. Pero será tu psicólogo el que te enseñe cómo hacerlo.
¡ Nada más valioso que tu felicidad y la de aquellos que te rodean para enseñarte a reconocer lo maravillosa y dichosa que puede llegar a ser la vida!
Que nada te impida alcanzar ese objetivo.