Por Sebastián Vallejo
(Publicado originalmente en diario El Telégrafo, sección Columnistas, Guayaquil, el 21 de noviembre de 2018)
En su última entrevista (seguro que en otras también, pero esto lo leí en la última), Úrsula Le Guin dijo que debíamos leer a Margaret Atwood, así que lo hice: leí El cuento de la criada.
La novela cuenta la historia de Defred -no es su nombre real, sino el patronímico que le fue impuesto por un nuevo régimen en un futuro opresivo y distópico en el noreste de Estados Unidos- y su rol como una criada. Las criadas están obligadas a “darle hijos” a mujeres infértiles de estatus social alto, las esposas de los comandantes.
La ficción creada por el libro, escrito hace más de treinta años, es un producto de su tiempo. Hay muchas referencias al cristianismo fundamentalista de la época (que no es ajeno al de esta época), con referencias sobre colectivos de lesbianas separatistas, VIH, y la guerra hacia la pornografía.
Las distopías triunfan en su capacidad de evocar en sus construcciones un futuro plausible, una realidad que podría ser un espejo borroso de nuestra realidad. La formación de Gilead, el régimen patriarcal y dictatorial de la novela, llega luego de que un grupo religioso extremista masacra a todos los políticos en el poder y congelan las cuentas bancarias de todas las mujeres.
La especificidad le resta esa conexión, pero a lo mejor no es donde Atwood apuntaba para crear esa conexión. A lo mejor la distopía llega a través de pasividad ante todos los cambios que se dan. Una pasividad casi insultante, pero que refleja con grotesca franqueza nuestra propia realidad.
Cuando Defred recuerda los tiempos antes de Gilead, hay una viñeta donde su preocupación por los que estaba sucediendo es vista como “paranoia” por su esposo. La “paranoia” de saber lo que es inevitable. El otro momento es hacia el final. La historia de la criada termina con una conferencia que un grupo de académicos dicta sobre las grabaciones dejadas por Defred. En un momento de la conferencia, el interlocutor dice: “Debemos ser cautos al momento de juzgar. (…). La sociedad de Gilead estaba bajo mucha presión demográfica, y era sujeta a factores de los cuales ahora nosotros, felizmente, estamos libres. Nuestro trabajo no es el de criticar, sino el de comprender (Aplausos)”. Es a lo mejor esa parte de la distopía lo que hace a la novela de Atwood tan relevante.
Aquella donde intentamos vaciar de todo carácter moral a las atrocidades del pasado, que es lo mismo que vaciar de carácter moral las atrocidades del presente.