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Todos mis monstruos

Por Clochard
Todos mis monstruos Todavía subo a menudo al torreón de tramoya del teatro o bajo a las catacumbas de la Ópera y me reúno allí con El fantasma y Frankenstein. Solemos jugar una melancólica partida de cartas mientras charlamos sobre las bailarinas y figurantes de medio pelo ajenas y lacerantemente hermosas que pisotean corazones con la misma gracia con que se deslizan sobre el escenario.

Suelo aparecer, más tarde, entre las niebla, atravesando las sórdidas callejuelas de Londres y entro en el más maloliente antro que existe. En la misma mesa del sótano me siento en la silla que me tienen eternamente reservada Jack el Destripador y Mr. Hyde. Bebemos mucho, me cuentan sus penas y miserias, hasta que empieza a afectarles demasiado el alcohol y se burlan de mí porque dicen que ahora me las doy de poeta. Pago la absenta y me marcho antes de que empiece otra de nuestras brutales peleas.

Me acerco al castillo, a preguntar si Nosferatu y Drácula quieren que les haga algún recado por la mañana. Me siento culpable porque cada vez los visito menos, me entristece encontrarlos tan viejos, tan cansados, tan olvidados. Me hierve la sangre de rabia cuando veo en lo que se han convertido, y sé que ellos lo notan y se entristecen, a la vez que me dirigen esa mirada de instintiva gula.

Dorian Grey insiste, cada vez menos, en enviarme un carruaje para que asista a alguna de sus fiestas y me sabe mal negarme siempre, improvisar excusas torpes. De modo que de vez en cuando me dejo caer por allí y nos abrazamos con sincero cariño pero conscientes de que existe algo que se rompió hace tiempo entre nosotros. 

Desaparezco pronto, antes que la cosa se desmadre del todo. Pero nunca llego pronto a casa porque irremediablemente acabo sucumbiendo al hechizo de una bruja, enredado entre sus piernas como sustituto insatisfactorio de su escoba. Normalmente me abandona para llegar a fichar en el Aquelarre y me despierto desnudo entre lobos que comentan las noticias de economía.

El hombre invisible me dirige desde la escalera del edificio su inconfundible mirada de desprecio.
Ya en casa no contesto a la enésima llamada de la novia de Frankestein.
Sí, todavía a veces hago estas cosas, cada vez menos, pero me obligo a hacerlo cada tanto. Me duele que todos mis monstruos crean que ya no me considero uno de ellos.

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