“Todos muertos”
15 febrero 2014 por Naima Tavarishka
Recuerdo mucho a mi abuela Nena ahora que no la tengo, sobre todo sus anécdotas que en aquellas tardes juntas, cuando me quedaba a cuidarla, me volvían loca la cabeza. “Por favor, que se calle ya”, admito que pensé varias veces… Desde hace unos meses me aborda cierto sentimiento de culpa cuando recuerdo mi impaciencia con ella. Si hubiera sido más hábil seguro que podría haber revertido la situación, llevármela a mi terreno y aprovechar todas aquellas historias que siempre contaba.
Me hacía gracia en cierta forma su manera de hablar de la muerte. “Chijadita me tiene”, aseguraba. Nosotros le ocultábamos muchas veces el momento en que se iban sus coetáneos, amigos y familiares, pero la muy lista, sin salir de su perezosa del porche, ataba cabos ayudándose de imágenes antiguas y al final siempre terminaba por descubrirlo.
Un mapa de este estilo tuve que regalarle a mi abuela.
Esa actitud ante la muerte que tanto manifestó supongo que fue el claro resultado de una educación basada en un miedo por bandera, miedo a todo aquello que pudiera salirse de su control. “Pero hija, ¿para qué te vas a ir vivir a La Laguna si trabajas en Santa Cruz? ¿Por qué no te compraste un pisito al lado de tu trabajo? ¡Qué necesidad que pueda pasarte algo por el camino!”, me insistía.
Otro de sus miedos salió a relucir cuando mi hermano pasó una temporada en Madrid. Corría el año 2003 y la Guerra de Irak era una de las terribles noticias del momento. Mis infructuosos intentos por explicarle que era imposible que los misiles de aquella vergonzosa contienda alcanzaran a mi hermano mientras andaba por la calle en Alcalá de Henares me llevaron a comprarle un mapa mundi y señalarle dónde estaba Irak, dónde Madrid y dónde las Islas Canarias. Pero ella no se quedaba convencida. “Pues yo no lo veo tan lejos de Madrid, hija”. Me rindo, Nena, me rindo.
Pero lo curioso de su forma de manifestar sus temores es que a mí acababan por hacerme gracia; su manera excesiva y trágica de contar lo mal que estaba el mundo me provocaba la risa. Era su cara de convencida y circunspecta, estoy convencida. Yo creo, la verdad, que ella llegó a darse cuenta de que sus relatos y sus miedos me divertían mucho. Y cuanto más intentaba yo disimular la risa, más inmensas eran sus tragedias.
Recuerdo una vieja foto en blanco y negro en la que aparecía mi abuelo junto a tres amigos. “¿Te acuerdas de Ángel Pérez, Ramón Aguilar y Manolo Vega? Pues todos muertos“, me espetó un día, sin esperar siquiera mi respuesta, mientras los señalaba en la imagen. E ipso facto se lanzó a tomar su café con leche con galletas de la merienda. Aquel día entendí eso de “el muerto al hoyo…”