Cualquier fiesta que tenga por bandera el respeto y la defensa de la libertad sexual debería ser acogida, por sentido común, como un acontecimiento popular altamente recomendable, incluso necesario. Ésta es la sensación que tuvo el que escribe cuando asistió al happening convocado por un programa televisivo, en respuesta a las desafortunadas declaraciones del alcalde de Badajoz. Cientos de personas se arrimaron a la Plaza Alta, bailaron, bebieron, cada cual compartiendo su identidad y su alegría al ritmo de una música inagotable. La convocatoria fue un rotundo éxito de caja, crítica y público.
La pregunta que me ronda tras haber asistido a esta explícita manifestación de empatía es por qué, sin embargo, tiene uno la sensación de que no acaban por cuajar en la vida cotidiana de los ciudadanos actitudes y conductas que hagan desaparecer de una vez por todas una homofobia fuertemente arraigada aún en el imaginario colectivo. Bajo el efecto del alcohol y la música, al calor de una masa entregada al espectáculo y la curiosidad mediática, es fácil pensar que todos somos tolerantes y amigos del buen rollo. No hay nadie queno admita conocer a un gay o una lesbiana, todos estamos a favor de los homosexuales, por lo menos bajo presión de la corrección política. Pero ¿resistiría nuestra tolerancia un testeo rutinario, verificado en nuestra vida social diaria? ¿Estamos ya exentos de prejuicios y estereotipos sexistas en relación a las personas homosexuales? ¿Existe realmente una convivencia natural entre ciudadanos de diferente orientación sexual?
Mi experiencia como docente deja cierto espacio para las reservas. Pese a que en mis clases de Ética dedico un buen tiempo a debatir y reflexionar acerca de la identidad sexual y el respeto hacia las diferencias, aún se nota entre el profesorado unas notables reticencias a hablar abiertamente a los alumnos sobre estas cuestiones. Incluso en petit comité no es raro asistir a numerosas chanzas sexistas -aderezadas de sal gorda- que denotan no solo nuestra connatural necesidad de socializarnos sino también la aceptación generalizada de que la homosexualidad puede ser aún una temática recurrente y eficaz en los chascarrillos de la hora del cigarro. Si aplicamos un análisis psicológico a la naturaleza de estos chistes, quizá debiéramos preguntarnos si no se deben a nuestro temor e ignorancia hacia identidades sexuales diferentes a la nuestra. La homosexualidad es un tema tabú en la escuela pública; no se debate y expone con suficiente claridad y naturalidad entre alumnos y profesores, y es aún una cuestión reprimida entre el profesorado. Cuando se aborda en el aula, afloran -sin necesidad de mucho ingenio inductivo- las numerosas ideas preconcebidas que reposan en nosotros, arraigadas con más fuerza de lo que nos atreveríamos a admitir. El bullying sexista acampa a sus anchas en los centros educativos. A ningún alumno se le ocurriría publicitar su homosexualidad sin ser cuando menos la comidilla de un buen puñado de lenguas viperinas.
Por esta razón es necesario que actos como este que hemos vivido en Badajoz no nos hagan caer en la complacencia de una falsa tolerancia. No solo bajo el entusiasmo de la fiesta, también en la vida cotidiana debemos poner a prueba nuestra capacidad de empatía y respeto. La educación, el diálogo y la convivencia son las mejores armas contra nuestros miedos a ver en las diferencias ajenas una amenaza contra nuestra propia identidad. Ser tolerante no es solo permitir que el otro sea, piense, crea, ame como estime oportuno; la tolerancia implica también una escucha activa de la perspectiva del otro, un espacio común en donde puedan entenderse y valorarse mutuamente. Lo contrario es tan solo un acto de maquillaje moral.
Ramón Besonías Román