Revista Educación

Toma de tierra

Por Siempreenmedio @Siempreblog

What is the pill which will keep us well, serene, contented? [...]
For my panacea [...] let me have a draught of undiluted morning air.
H. D. Thoureau (Walden, 1854)

La mente humana es un instrumento prodigioso, pero tiende al desafino. Ochenta y cinco mil millones de células intercambiando chispazos forman una atronadora caja de resonancia. Una brizna de pensamiento, una idea titubeante, puede embriagarse de neurotransmisores y cabalgar de célula en célula hasta hacernos saltar los tímpanos. Antes de que nos demos cuenta, el murmullo deviene en cacofonía y retumba en los confines de nuestro universo particular.

Aturdido estaba por una de estas tormentas sonoras, amplificada en los altavoces de una pérdida, cuando una carambola laboral me empujó hacia el sur de Fuerteventura. En La Pared, capital del surferío bohemio, nace el sendero que cruza el Parque Natural de Jandía, choca con el Barranco de Pecenescal y se derrama hacia la costa de sotavento. Algo menos de 20 kilómetros de arena y soledad, desplegados sobre un horizonte infinito que solo rompe un puñado de aerogeneradores.

Toma de tierra

Media hora después de empezar a caminar, con los primeros rayos de la mañana, el griterío ya se había amortiguado. El siseo del jable sobre el empeine de las botas empezó a ganar tono. El corazón, aligerado de angustias, se acompasó al metrónomo de las pisadas.

Superado el primer cuarto de la ruta, ya conseguía oír el tentador susurro de la arena, que musitaba “písame”. Y descalzándome estaba cuando una hubara pasó a saludar, remontando las pequeñas dunas con saltitos de bailarina. Los prismáticos realzaron durante un segundo sus grandes ojos amarillos, indiferentes al parpadeo.

Con cada paso, la arena fresca del madrugón se tragaba hasta los tobillos. Fragmentos de conchas blanquísimas mordisqueaban la planta desnuda de mis pies. Las espinas de las aulagas asaltaban los últimos refugios de la somnolencia.

Pasados diez kilómetros, cacé la silueta fugaz de un engañamuchachos. En un instante se hizo transparente, delatado solo por su alargada ceja de carbón. A su vera brotó una manada de cabras asilvestradas, de patrón blanquinegro, que se afanaban por escarbar en la arena con los cuartos delanteros. Y al fondo, cuatro acróbatas negros disfrazados de cuervos se columpiaban contra el viento del naciente, mientras sus graznidos aplastaban el zumbido distante de los aerogeneradores. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que, por fin, podía de nuevo escuchar el silencio.

Menos Prozac y más kilómetros.


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