Revista América Latina
Tomado de la Pagina Revisionista .com.ar La matanza de Mateo
Fue uno de los crímenes más sonados de su época: ahogado por la bancarrota, un chacarero de Azul, portador de prestigioso apellido, mató a sangre fría a ocho personas, entre éstas a tres de sus hermanos y dos de sus sobrinas
A la una y cuarto de la tarde del martes 18 de abril de 1922, el chacarero Mateo Banks, de 44 años, disparó su rifle Winchester sobre la espalda de su hermano Dionisio Banks. La bala le atravesó el tórax. Mateo Banks lo remató con un segundo tiro. Dionisio estaba acompañado por su hija Sarita Banks, de 12 años, quien, aterrorizada, trató de escapar. Pero Mateo Banks la alcanzó, golpeándola con la culata del rifle. Semi desvanecida, la arrastró fuera del casco de la chacra La Buena Suerte, en un campo del partido de Azul, trescientos kilómetros al sudoeste de Buenos Aires. Mateo Banks arrojó a Sarita al jagüel. Recargó el rifle y, asomándose, terminó de matar a la niña con dos disparos.
Luego, comprobó que Dionisio estuviera muerto. Buscó un colchón y sobre él tendió el cadáver de su hermano. Esperó la noche. A las ocho, llegó en sulky el único peón que trabajaba en la chacra, un tal Juan Gaitán, que había ido al cercano pueblo de Parish para hacer una diligencia. Mientras Gaitán guardaba el sulky en el galpón, Mateo Banks, sin pronunciar una palabra, lo mató de un balazo en el pecho. Subió al sulky y se dirigió a su propio campo, El Trébol, a cinco kilómetros de La Buena Suerte. En El Trébol trabajaba un peón llamado Claudio Loiza. Mateo Banks le dijo a Loiza que Dionisio estaba enfermo y le pidió que lo acompañara a La Buena Suerte para atenderlo.
-Iré más tarde, patrón, a caballo.
-No hay tiempo. Vamos en el sulky.
El peón accedió y el sulky salió al camino. En algún punto del trayecto, Mateo Banks paró el sulky. Se había caído el rebenque y le pidió al peón que lo recogiera. Cuando Loiza bajó, Mateo Banks le disparó al cuello. Loiza cayó malherido. Mateo Banks, con parsimonia, lo remató. Escondió el cuerpo en un pajonal cercano. Volvió a El Trébol. Allí vivían otros dos hermanos: Miguel, de 49 años, junto con su esposa, Julia Dillon, y María Ana Banks, soltera, de 54. Cuando Mateo Banks llegó, Julia lo llamó para la cena, pero él se quedó en su habitación, aduciendo que no se sentía bien. A las once de la noche no quedaba nadie levantado en El Trébol. Salvo Mateo Banks. Agazapado en la oscuridad de su cuarto, esperaba para completar su raid de sangre. A las once y diez, se deslizó al patio y golpeó la ventana cerrada de María Ana. En susurros, para no despertar a los demás, Mateo Banks le dijo a su hermana que Dionisio estaba muy mal y que debían ir a La Buena Suerte para asistirlo. María Ana se cubrió con un chal y subió al sulky, que una vez más retomó el camino entre ambas chacras. En algún lugar, Mateo frenó el caballo, levantó el rifle que llevaba a sus pies y disparó a bocajarro contra María Ana. Pateó el cadáver, que quedó tirado en el camino. El sulky volvió a El Trébol. Mateo Banks llamó a la puerta de la habitación de Miguel y Julia. Julia se asomó: Mateo Banks le dijo que se sentía mal y le pidió un té. Cuando Julia apareció, le disparó al pecho.
Miguel estaba enfermo, en la cama. Sin embargo, al oír el tiro que había matado a su mujer, se levantó. Mateo Banks apareció en el vano de la puerta y le disparó a su hermano un balazo en el cuello. Quedaban vivas tres personas: Cecilia y Anita Banks, de 15 y 5 años, hijas de Miguel y Julia, y María Ercilia Gaitán, la hijita del peón, de 4 años.
Mateo Banks entró al cuarto donde dormían las tres y mató a Cecilia. Dejó el rifle, aferró a las dos niñas más pequeñas y las llevó a un cuarto vacío, que cerró con llave.
La trama
La orgía de muerte había terminado. Con la parsimonia de un autómata, Mateo Banks había exterminado a toda su familia: tres hermanos, una cuñada, dos sobrinas y dos peones; en total, ocho víctimas.
Mateo Banks recorrió el escenario como un artista que revisa minuciosamente su obra. Inclinándose sobre los muertos, les tomó el pulso para asegurarse de que no hubiera quedado en ellos ni un hálito de vida; los acomodó, los tapó con mantas. Volvió a subir al sulky, regresó a La Buena Suerte, donde se aseguró de que Dionisio estuviera muerto, y se asomó al pozo para comprobar que seguía allí el cadáver de Sarita.
Eran las cuatro de la mañana del 19 de abril. Bajo la lóbrega luz lunar, Mateo Banks se dirigió al pueblo. El sulky se detuvo ante la casa del médico de la familia, el doctor Rafael Marquestau. Mateo Banks golpeó a la puerta.
Luego de largos minutos, se entreabrió una ventana:
-¿Quién es?
-Soy Mateo Banks. Quiero hablar con el doctor. ¡Algo terrible ha pasado!
El médico, que conocía bien al chacarero, lo encontró dominado por la ansiedad:
-¡Acabo de matar a Gaitán! -le dijo Mateo Banks entre sollozos-. ¡Pasa algo que no tiene nombre! ¡Han asesinado a toda mi familia! ¡Les dispararon! Los muertos están allí; he pasado toda la noche con ellos… Los he cubierto con mantas. Loiza me disparó al pie y luego huyó…
El médico se vistió con prisa. Corrió al sulky. Junto con Mateo Banks se dirigieron a las chacras, donde la luz del nuevo día ya iluminaba el horror.
-Hay que avisarle a Carús -le dijo Mateo Banks al médico. Antonio Carús era un abogado y político conservador, caudillo del pueblo. Pero Marquestau insistió en que fueran a la policía.
El comisario Luis Bidonde jamás hubiera imaginado que la mañana del 19 de abril la tragedia llegase de esa forma al pueblo de Azul. ¿Acaso el diablo mismo había aparecido en aquel lugar pacífico de la llanura bonaerense? La policía descubrió un escenario que horrorizaría al país: en La Buena Suerte y El Trébol, las fincas de la prominente familia Banks, y sus inmediaciones, yacían los cadáveres de Dionisio, Miguel y María Ana Banks, Julia Dillon, las niñas Sarita y Cecilia Banks, además del cuerpo de uno de los peones, Gaitán. El denunciante, Mateo Banks, repetía una y otra vez que Gaitán y Loiza lo habían atacado tras abatir a toda su familia.
Los irlandeses
Esta historia había comenzado hacía mucho tiempo: quizá cuando, noventa años antes, en 1832, el coronel Pedro Burgos había fundado el Azul, fuerte militar cercano a un arroyo de aguas con esa coloración. Con el tiempo, desaparecido el peligro de los malones tras la derrota de Catriel y otros caciques, el Azul, como Tandil, Olavarría, Coronel Suárez y diversos pueblos del sudoeste provincial se habían convertido en prósperos centros agrícolas. En 1922, el partido del Azul tenía 30.000 habitantes, entre los cuales se contaban fuertes colonias de inmigrantes vascos, franceses, italianos e irlandeses, como los Banks.
El padre de Mateo Banks había llegado a la Argentina en 1862, huyendo de las pestes, las guerras y la miseria del verde Erín. Se casó con otra irlandesa de apellido Keena y aquí fundó una familia que se estableció primero en Chascomús y luego en el Azul. Pero ahora, en aquel amanecer de 1922, el apellido Banks habría de convertirse, en la historia criminal argentina, en un “caso”: el mayor crimen colectivo consumado por un solo hombre en 15 horas espeluznantes.
Miles y miles de azuleños indignados acompañaron hasta el cementerio los cuerpos de las víctimas. ¿Quién había tronchado de esa forma alevosa la vida de aquellos pioneros? Los siete ataúdes fueron velados en la iglesia catedral. La marea humana cargó a hombros los ataúdes. El juez de paz, el alcalde, los concejales, los hombres prominentes del pueblo, el jefe de la guarnición: todos encabezaban el duelo popular presidido por Mateo, el único Banks que quedaba en el Azul (una hermana, Catalina, había regresado a Irlanda).
El comisario Bidonde, mientras tanto, debía resolver el enigma. ¿Quién y por qué había cometido los crímenes? Las primeras batidas hallaron el cuerpo del peón Loiza, de manera que eran ocho los muertos. Todo tipo de rumores conmovían al pueblo, trayendo ecos de otras masacres de inmigrantes, como la sucedida en el Tandil, cuando los seguidores del fanático curandero y santón Tata Dios degollaron a 36 inmigrantes. Había sido un 1° de enero de 1872, casi exactamente medio siglo antes… Pero, por las dudas, todos los cerrojos y tranqueras del sur de la provincia habían sido reforzados y las armerías agotaron existencias.
Apenas cayó la tierra sobre los féretros de pino, el comisario Bidonde detuvo a Mateo Banks, en principio inculpado por la muerte de Gaitán. La prensa nacional, en especial los vespertinos de Buenos Aires La Razón, Crítica y Ultima Hora, dedicaban amplios espacios de sus ediciones al crimen.
De La Plata había llegado un investigador-estrella, el comisario Ricardo de la Cuesta, que se hizo cargo de los largos y exhaustivos interrogatorios al único testigo vivo y también principal sospechoso de los crímenes: Mateo Banks.
El chacarero se aferraba con uñas y dientes a su versión, pero pronto las contradicciones minaron su relato: el balazo que Banks alegaba haber recibido en la bota no era tal, sino un agujero hecho con un punzón; las autopsias determinaron que el calibre de las heridas correspondía al de la escopeta del sospechoso. Pero, sobre todo, se había descubierto que los Banks, ejemplo de inmigrantes triunfadores, escondían un secreto: en efecto, Miguel, Dionisio y María Ana eran prósperos, pero Mateo Banks estaba completamente arruinado.
Al cabo de tres semanas, el asesino confesó.
La condena
El juicio a Mateo Banks, acusado de ocho homicidios consumados con premeditación y alevosía, tuvo lugar en el Sport Club de Azul, habilitado como tribunal. El lugar estaba abarrotado de gente y el acusado, un hombre robusto cuya pelirroja testa y amplios bigotazos denunciaban su ascendencia irlandesa, debió ser protegido por la policía pues el público quería agredirlo. En el juicio, Mateo Banks se retractó de la confesión, que le había sido arrancada, dijo, con torturas. Pero las evidencias reunidas en la acusación del fiscal, el doctor Horacio Segovia, eran lapidarias contra Banks. La siguiente historia salió a la luz.
Mateo Banks tenía mucho prestigio en Azul, lo mismo que sus hermanos. Era socio del Jockey Club, vicecónsul de Gran Bretaña, representante para el sur de la provincia de la marca de autos Studebaker -uno de los últimos modelos de esta marca, una elegante voiturette, se lo había reservado Mateo Banks y con él se paseaba por Azul. Era un católico respetado, de los que portaban el palio en las procesiones, e integraba varias ligas de beneficencia. Su sólida posición social se consolidó al casarse con una mujer de postín, Martina Gainza, con la cual había tenido cuatro hijos. Mateo Banks y su mujer no vivían en el campo, sino en el centro de Azul, en una casa en la calle Necochea, con verja, jardín y un frente decorado.
En algún momento, Banks, quizá por su afición desmedida al juego, comenzó a perder su fortuna. “Banks, con su vida de «rico artificial», pensó que todo se arreglaría… y perdió toda noción de sentimientos humanos. No vaciló en sacrificar su apellido… Es una víctima de los vicios humanos que destruyen la dignidad, la honradez y hasta el amor de la familia…” Así lo crucificaba en un artículo un diario de Azul durante el proceso.
El fiscal Segovia probó hechos incontrovertibles: en 1921, Mateo Banks había vendido su parte del condominio familiar a sus hermanos. Y pocas semanas antes del crimen, había falsificado un poder de Dionisio para venderle a un rematador de la zona varios miles de cabezas de ganado, que ya no le pertenecían. Como señala Hugo A. Hohl en su exhaustivo estudio del caso Banks Crimen y status social (1998), el criminal había cometido una estafa: en el momento en que sus hermanos lo denunciaran, no le cabía a Mateo Banks otro destino que la cárcel. Por otra parte, el crimen había sido preparado con minucia: Mateo Banks había comprado días antes en una armería de Azul cartuchos de 12 milímetros, los que utilizó. Y el mismo día de la masacre había intentado envenenar a su familia echando estricnina en el puchero, aunque, al equivocar la dosis, no produjo consecuencias: tanto Julia Dillon como María Ana y Dionisio echaron a la basura la comida, de asqueroso gusto.
Para el fiscal Segovia, Banks planeó el múltiple asesinato con total racionalidad: ¿por qué no mató a la pequeña Anita Banks? Porque la esposa de Dionisio no vivía en La Buena Suerte; estaba recluida en un manicomio. A Mateo le hubiera tocado un tercio de la herencia, compartida con la mujer de Dionisio y con la hermana de los Banks que vivía en Irlanda. No era necesaria, para este plan, la muerte de Anita. ¿Por qué ensañarse con Cecilia y con los peones? Porque eran testigos indeseables que hubieran arruinado su versión. Según Segovia, cada movimiento de Banks había sido pensado: para sorprender a Loiza y a Gaitán, hombres fuertes que le habrían opuesto resistencia, usó estratagemas. Su plan de acusar a los peones salvó a la nena María Ercilia Gaitán: no era coherente que el peón asesinara a su propia hija.
La defensa de Banks, convertido por la prensa en un monstruo social, no fue aceptada por abogado alguno. Finalmente, la asumió el joven defensor de oficio Luis Larrain, que hizo lo imposible por salvar a su cliente insistiendo en la teoría de que los dos peones eran los culpables, quizá con la complicidad de algún otro asesino ignoto. Pero Mateo Banks nunca pudo explicar la farsa del agujero en la bota izquierda.
El 3 de abril de 1923, la vista de la causa se dio por concluida. El tribunal, integrado por los doctores Lisandro Salas, Abdon Bravo Almonacid y Armando Pessagno, le cedió la palabra al acusado, que se levantó y, tras limpiar con un pañuelo sus anteojos sin aro, dijo:
-Señor presidente: mucho se ha hablado de este horrendo crimen… He pasado diez meses con el corazón y el alma desgarrados por el dolor y el sufrimiento de las injusticias de las que fui objeto… He aguantado mi dolor en silencio… en la fe de Dios y en la justicia de mis jueces… Por esta cruz (la señala al público), mi pedido es uno solo: ¡que se haga justicia!
Fue condenado a reclusión perpetua. Pocos meses antes se había abolido en la Argentina la pena de muerte. Larrain alegó vicios de forma y pidió al tribunal la nulidad del proceso. Le fue concedida. El juicio se realizó por segunda vez, pero trasladado a los tribunales de La Plata. Entonces, Mateo Banks sorprendió a todos al nombrar como abogado al penalista más caro de Buenos Aires, Antonio Palacios Zinny, una especie de Perry Mason de su época, célebre por sus exitosas defensas de casos difíciles. ¿Quién pagó sus honorarios?, se preguntaba la opinión pública. Nadie, pero el abogado sabía que el país entero estaría pendiente de su defensa, y su prestigio como defensor de causas perdidas se multiplicaría a pesar de ser Mateo Banks el prototipo del asesino irredimible. Según cuenta Roberto Tálice en su libro de memorias Cien mil ejemplares por hora, durante este segundo proceso a Banks el defensor Palacios Zinny urdió una estratagema para impresionar a los jueces. Entregó a su cliente una pastilla de cianuro, que contenía una dosis no letal. Banks debía levantarse, proclamar su inocencia e ingerir el veneno. El hábil penalista no sólo había asegurado a su cliente que ese gesto inclinaría al tribunal en su favor. También habría vendido la exclusiva al vespertino Crítica, cuyos mejores reporteros cubrían la sesión del juicio ese día. En un momento, Palacios Zinny comenzó a hacer desesperadas señas a su defendido, indicándole que se tomara la cápsula. Banks lo miraba fijamente, pero nada sucedió. Según Tálice, a último momento el asesino desconfió… El tribunal de alzada confirmó la sentencia de culpabilidad y la pena de reclusión perpetua.
En 1924, Banks fue trasladado al penal de máxima seguridad de Ushuaia, donde convivió con otros presos famosos, como Cayetano Santos Godino (el Petiso Orejudo) y Simón Radowitzky, el anarquista que había asesinado en 1909 al jefe de policía Ramón Falcón.
Durante su permanencia en Ushuaia, Mateo Banks fue un preso de conducta ejemplar. Concedió numerosas entrevistas, para las cuales el director del penal le prestaba su despacho. Hasta allí llegó un día el popular periodista Juan José de Soiza Reilly, que se fotografió junto al preso Mateo Banks vestido con el tradicional traje a rayas.
Mateo Banks recuperó la libertad en 1949. Intentó regresar a Azul, pero la repulsa social se lo impidió. Era un muerto en vida. Su nombre y sus crímenes eran tan famosos que hasta habían inspirado dos tangos: Doctor Carús, de Martín Montes de Oca, y Don Maté 8 (léase “Mateocho”, el apodo con el que lo había bautizado la prensa), con música de Domingo Cristino y letra de José Ponzio. Para sobrevivir, Mateo Banks cambió de identidad y se trasladó a Buenos Aires. Quería perderse en el anonimato de la gran ciudad. Con documentos falsos a nombre de Eduardo Morgan, alquiló una pieza sin baño en la pensión de la calle Ramón Falcón 2178, en el barrio de Flores. El mismo día de la mudanza, con una toalla y un jabón, se dirigió Mateo Banks hasta el final del pasillo, entró en el baño y cerró con llave. Se desnudó y al meterse en la bañera resbaló. El golpe en la cabeza le provocó la muerte. Tenía 77 años.
Fuente
Abos, Alvaro – Ocho ataúdes para Mateo Banks.
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
La Nación Revista – Buenos Aires, 29 de enero de 2006
Portal www.revisionistas.com.ar