Desde la publicación de mi artículo “Tópicos sexistas. El feminismo radical”, he sido obsequiado por el clan feminazi con algunas misivas de lo más enternecedoras. Esto, contra lo que pueda parecer, es muy alentador. Y es que cuando cabreas a aquellos contra los que arremetes –sean feminazis, políticos corruptos, empresarios sinvergüenzas, banqueros genocidas o demás gentuza- significa que estás hilando fino. Estas réplicas malhumoradas son algo así como un premio. Todo un honor. Además, contra lo que creen, me halaga que menten a mis muertos. Es la única forma que tienen los pobres de resucitar de vez en cuando, aunque sea efímera la gloria y de agua de borrajas el baño. Digo yo que en su condición de finados poco debe importarles quién los mente y para qué. El caso es darse un paseo por el viejo Barrio a horcajadas sobre quien quiera pasearlos. Así que en su nombre y en el mío les agradezco las epístolas. Y para demostrárselo les dedico con especial cariño este nuevo artículo, confiando en que les emocionará tanto que les faltarán labios para aplaudirlo. Ah, y disculpen si no les contesto. No es nada personal. Es que tengo el hábito de no discutir con cafres.
Bien, vayamos al grano. Supongo que ya por el título habrán intuido el contenido. ¿Y a qué viene esto ahora?, se preguntarán algunos. Pues a lo de siempre, les respondo. Al firme convencimiento que tengo de que una sociedad que niega la evidencia está condenada al fracaso y abocada a su destrucción. Y éste es un ejemplo clarísimo del mal camino que hemos tomado. La autopista hacia la catástrofe.
El maldito complejo que algunas arrastran contribuye en gran medida a que resulte imposible superar ciertos tabúes y a que se infle más todavía la burbuja hipócrita, más dañina que la guillotina. Porque ya me dirán ustedes cómo se puede progresar si se niegan, so excusa de seudoideologías y sueños varios, las evidencias. La realidad, señores, no entiende de dialécticas. Lo que es, es, y cuanto antes nos entre en la mollera mejor para todos. Lo contrario es construir castillos en el aire, sin consistencia ni durabilidad.
Cualquier conductor con dos dedos de frente y un mínimo sentido de la observación se habrá percatado de que las mujeres, en general, adolecen de cierta torpeza cuando se aferran –literalmente- al volante. Sin embargo, reconocer un hecho tan evidente es exponerse a ser tildado de machista y mil cosas peores. Total, que para que no se enfaden las feminazis y acomplejadas varias, a su torpeza hay que llamarla prudencia, muy acorde con la moda eufemística que se ha impuesto en el último siglo. Así que si para incorporarse a la autovía por el carril de aceleración una mujer clava los frenos para girar la cabeza y ver si viene alguien, es prudencia; si para salir de un cruce necesita que el vehículo que se aproxima esté a un kilómetro de distancia, es prudencia; si para adelantar al vehículo que la precede debe éste circular a menos de treinta por hora y enfrente no debe haber ni rastro de vida inteligente, es prudencia; si para encajar el coche de donde salió derrapando un autobús necesita tres horas, es prudencia; si para poner el coche en movimiento necesita pisar a fondo el acelerador mientras suelta a trompicones el embrague, quemando medio golfo pérsico, es prudencia; si se le cala reiteradamente apenas debe superar, desde salida en parado, una inclinación superior a un tres por ciento, es prudencia; si hace de los ceda el paso paradas obligatorias, es prudencia. Y yo digo, sin embargo, que no llamar a las cosas por su nombre es gilipollencia.
La misma gilipollenciaque lleva a condenar de machista a quien percibe esta generalizada torpeza; a quien todavía da más crédito a sus ojos que a las proclamas igualitarias contra natura. Para que sus fantasías igualitarias fueran eficientes deberían cegarnos a todos. Entonces no descarto que con el tiempo pudieran llegar a convencernos de que cada fémina es un Fernando Alonso en potencia…
Qué quieren que les diga, si desde que conducen es imposible encontrar un coche sin rozaduras, ¿es por confabulación de los astros? Claro, todo para echarles la culpa a ellas, malvados cielos. Si es que no puede ser. Lo cierto es que la cosa se las trae. Que no es de recibo que si le reprochas una mala maniobra a una feminazi, lejos de disculparse tengas encima que aguantar sus lindezas; y si además es barriobajera, a la que te descuides intentará agredirte, aprovechándose de que la igualdad tan cacareada no alcanza para endiñarle las mismas hostias que le endiñarías si el grosero fuera un maromo. Es esta actitud arrogante y chulesca de algunas lo que crispa la paciencia de muchos. Y de no pocas mujeres razonables, que haberlas haylas, y además no son pocas. ¡Qué ganas de vivir malencaradas tienen algunas! Si se lo tomaran con sentido del humor, como la inteligencia dicta, otro gallo nos cantaría. Las carreteras serían entonces causa de alegría y guasa común, porque no hay hombre que se resista al encanto de una dama bien educada arrebolada por un desliz. Uno entonces las contemplaría con ternura, perdonándoles hasta que lo atropellasen en un paso de peatones. Nadie se disgustaría por una falta tan inocente. ¿Y qué si todos sus sentidos están tan concentrados en los dos metros que tienen delante que no pueden mirar de reojo por si alguien se dispone a cruzar? Tampoco es cuestión de pedir peras al olmo. Que nadie es perfecto, no seamos tiquismiquis. Son esas miradas amenazantes de no me tosas que te denuncio las que matan el mal rollo. Y es que nada como la altanería del torpe para encabritar a su víctima.
En mi opinión toda la culpa la tiene esta insana manía de las paridades. Intentar transgredir las leyes de la naturaleza con discursos artificiales no puede traer cosa buena. Aquí está el meollo de la cuestión. A las cosas hay que llamarlas por su nombre y admitir que lo blanco es blanco y lo negro, negro, por más que uno tenga un espíritu multicolor. Porque si no luego no se sabe dónde se tiene la mano izquierda. Que una cosa es tener el derecho y otra la posibilidad. Las desigualdades biológicas no entienden de decretos. Seamos serios, ni un hombre puede parir ni una mujer tener cáncer de próstata.
Les parecerá exagerado el ejemplo, pero en tal embrollo de igualdades mal entendidas nos estamos enredando que vamos a salir todos tarados, reclamando leche a nuestro pezones. Sí, tan susceptibles se han vuelto algunas, que confundir churros con merinas está tornándose ley nacional. No se enteran de que admitir las diferencias existentes entre los sexos no es cuestión ni de rebajarse ni de admitir superioridades; que ser torpes al volante no las convierte en especímenes subdesarrollados. Muchas otras son las cualidades que determinan la valía del ser humano. Basta ver, para desengañarse al momento, la cantidad de deficientes mentales que, negados para cualquier ejercicio de inteligencia, son sin embargo hábiles conductores. Es simplemente una cuestión del grado de desarrollo de nuestro potencial físico. Historia de la evolución, para entendernos. Aunque no sé si algunas de esas feminazis habrá oído mentar alguna vez a Darwin. Así que seamos razonables y, conociendo las causas, admitamos los hechos sin complejos. Que digo yo que si desde tiempos inmemoriales han sido los hombres los encargados de lidiar con bestias de dos y cuatro patas, corriendo o a caballo, tirando piedras, arrojando lanzas, disparando flechas o pegando tiros, es normal que tal ejercicio haya acabado por perfeccionar su psicomotricidad y visión espacial. Nada como la necesidad, ya saben, para afinar los sentidos. Para salvar el pellejo buena cuenta les traía calcular con acierto distancias y velocidades sin perder detalle del campo de batalla. Las mujeres, en cambio, se dedicaban a otras cosas. Actividades no menos importantes para la supervivencia de la especie, faltaría más, pero que les desarrolló otras capacidades. Porque todo tiene sus consecuencias, le pese a quien le pese. La naturaleza es así, que nada regala. ¿Por qué desesperarse entonces y tomárselo a mal? En otras cosas nos aventajan ellas y no pasa nada.
En cualquier caso pierden la energía en semejantes disputas fuera de todo sentido: ¡si dentro de nada los coches serán completamente automáticos! ¡Abajo esos malos humos y estúpidos complejos!
Que sean felices…