Revista Cine

Topper

Publicado el 27 febrero 2012 por Josep2010

La semana pasada nos detuvimos un momento a considerar aspectos relativos a la autoría y en uno de los modos con que las productoras podían cercenar la disposición de un director sobre su obra, pero es bien sabido que en el cine existe lo que para entendernos denominamos como obra de encargo, en la que la figura del productor -ahora los llaman productor ejecutivo- tomaba las decisiones más importantes de un rodaje, comprendiendo desde el guión hasta la elección de los diferentes directores de cada cuerpo técnico, después o antes de elegir al que se iba a encargar de dirigir el concierto para evitar que el caos se apoderara de la empresa y significara pérdidas para el estudio.
Así, tipos como Hal Roach -que empezó en esto del cine en 1915- con la sangre plagada de plaquetas cinematográficas, sabían muy bien lo que querían y la forma de obtenerlo y por descontado sabía perfectamente a quién debía encomendar cada trabajito.
TopperCuando Roach leyó la novela de Thorne Smith que se basaba cómicamente en las aventuras y desventuras de un banquero a causa de una pareja de antiguos conocidos, supo que en pantalla podía ser un éxito parejo al que tuvo la publicación y encargó a tres guionistas que se hicieran cargo de escribir un libreto para que pudiera dirigirlo Norman Z. McLeod quien había demostrado su solvencia en tanto que director de comedias muy populares e incluso lidiando con el subversivo humor marxista, así que con toda seguridad podría ponerse frente a un reparto en el que un emergente Cary Grant se mataba a sí mismo y a su bella compañera Constance Bennett -ambos como los consortes George y Marion Kerby- al cuarto de hora de la película que se tituló como la novela Topper (1937) que por aquí se tituló Una pareja invisible, cambio de título decididamente estúpido, innecesario y totalmente injusto para con Roland Young, actor acostumbradamente secundario que tuvo la ocasión de brillar por sí mismo al encargarse de soportar el peso de la comedia representando a Cosmo Topper.
McLeod recibe con el encargo de Roach no tan sólo la oportunidad de dirigir una comedia sencilla y amable en la que el público puede distraerse comprobando lo bien que viven los ricos en sus grandes mansiones con un comportamiento que está constantemente bordeando lo permitido por el entonces ya vigente código Hayes, con juegos de palabras que directamente chocan con la moralina imperante en los círculos oficiales y remiten a un cierto gamberrismo descontrolado que apunta pero no llega a disparar, porque aunque la base podría dar para mucho más, es evidente que los guionistas no aprovechan la base de la novela para echar vitriolo, como hubiera sucedido de caer en otras manos.
En lo que sí destaca esta película es en el provecho que McLeod saca de los medios a su alcance, principalmente un sistema de sonido marca de la casa, Hal Roach SSD, con el que el técnico Elmer Raguse obtuvo una nominación a los Oscar, porque en Topper el sonido bien sincronizado es fundamental: es un elemento más de la narración al configurarse en muchas de las escenas como cualquiera de los dos cónyuges fallecidos, esos Kerby que, estrellados con su rápido automóvil, permanecen como fantasmas ahora visibles, ahora invisibles, pero casi siempre al lado del pobre Cosmo Topper, al que apabullan o ayudan, compelen e impelen a realizar locuras que nunca antes había siquiera imaginado ser capaz de llevar a cabo.
Ese automóvil que conduce George Kerby con los pies nada más iniciarse el metraje, cómodamente sentado encima del respaldo de su asiento de conductor, es un espléndido Buick Century, descapotable de dos plazas diseñado especialmente para la película por Bohman y Schwartz que construyeron un espacio en el que se ocultaba un conductor, para aquellas varias escenas en las que hay un fantasma al volante. Porque en 1937, amigos míos, los ordenadores todavía no habían hecho presencia en el cine y los efectos especiales se realizaban con talento y las manos, y el público, mucho más ingenuo de lo que ahora pueda ser un chaval de diez años, se asombraba con esos trucos visuales, como muy bien supuso Roach, alcanzando un éxito que propició varias secuelas, siempre con el bueno de Cosmo Topper lidiando con algún fantasma, para fortuna de Roland Young, que en esta primera versión resiste muy bien al compartir la pantalla con Cary Grant que empezaba a descollar y la más guapa de las Bennett, que demuestra andar sobrada de talento para la comedia, actriz que no recuerdo haber visto anteriormente, quizá un caso más de mala suerte a la hora de elegir presencias en el cine.
En definitiva una película que nos permite constatar la magia del cine en su vertiente de embaucador, de presentador de fantasías, historias irreales, uso estimulante de efectos especiales siempre al servicio de la narración, porque aun siendo grande su presencia dentro de la misma, jamás toman protagonismo y permiten el lucimiento de unos comediantes sólidamente anclados en el dominio del tempo, provocando la mejor de las sonrisas con la mayor seriedad.
Y tiene un plus: actuación en directo del gran Hoagy Carmichael que compuso para la ocasión su canción Old Man Moon
Vean, si gustan, el Tráiler

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