EL MIEDO -¡oh, el miedo!- es mi primera memoria. El miedo a las sombras, a los ruidos, a los reflejos, a la noche, al silencio. El miedo a mi latir, a mi vaho, a las fieras, a los pájaros y a los espíritus. El miedo a mi padre. El mie-do a mi miedo.
Mi primera encarnación está inmersa en un miedo sobrecogedor que eriza mi vello; un pánico sordo que sacude mis carnes y paraliza mis miembros, un espanto inacabable, un terror cósmico y definitivo. Más allá de mi miedo, no hay.
Estoy en una de las ramas más altas del árbol en que anidamos mi madre y yo, oculto entre sus frondas, fuertemente estrechado por sus brazos enormes. El espeso vello de su piel y el vaho de su aliento me dan calor, mas no sosiego. Es noche cerrada. No hay luna. Frente a mí y en torno mío veo multitud de lucecitas verdes y pálidas como luciérnagas quietas. Proceden de los árboles fronteros y se ven, a diversas alturas, salpicadas entre el ramaje.
Son los ojos abiertos de mi padre que fulgen en la noche; y los de los padres de mis padres, y los de los hermanos de unos y otros, y los de mis propios, múltiples hermanos. Nadie en la tribu dormirá esta noche. Bajo nosotros, la pantera negra nos acecha. No puede vernos, pero nos huele: sabe que estamos aquí. Nosotros tampoco la vemos, pero la sentimos….
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