Sutilmente envuelve el velo tu rostro, una mirada que invita al caminar, conversación que no se pierde entre los granos de arena.
Surcos de diferentes tamaños se desdibujan con el soplo del viento, aire en movimiento que mimetiza las formas y nos embruja.
Sonidos que se engarzan en armónica melodía, algarabía dialéctica que disocia solo una mente ajena y que sin ser escuchada, es presencia activa que el intelecto recibe acomodándose a ellos.
Nos acerca el rojo que envuelve los pasos y baña la estepa que tras las dunas clara oscuras tapizan el horizonte.
Un secreto que sombrea delicadamente simulando el contorno de una silueta que sin delimitar geográficamente se oculta a nuestra mirada, preservándose.
Desde las sombras que la luz del astro sol infringe en las pupilas desacostumbradas a tal reflejo nos adentramos en una hondonada que parece emerger de la nada. Un oasis de calma y quietud que embarga el alma aquietándose la mente.
Un contraste que hace hermoso el caminar por el desierto encontrándose. Agua cristalina que brota desde las entrañas de la tierra, un pequeño reducto de unos 50 m2 en el que confluyen aglutinándose la luz, el agua y el color verde que se refractan y reflectan conformando hermosos lienzos para la mirada.
Duna tras duna se extiende como alejándose de nosotros, aquella vastedad que no inflige dolor, dónde la necedad del ser humano se disipa y ese ego mal entendido, nos encumbra, en la soledad del eterno momento que es todo.
Sentir bajo los pies el calor que quema la piel y el frescor del agua que espera emerger para calmar la sed.
Contrastes hermoso de un entorno bautizado como hostil en el que el día a día también existe.
Se vislumbran aves como el azor y el halcón que en paraje abierto planean.
Conversaciones que a veces se componen de silencios en la noche ya entrada, mientras nos perdemos en el infinito manto de estrellas que nos acoge. La luz del hogar que en un hoyo crepita elevándose hacia nosotros el olor de las piedras mientras los últimos trozos de pan de espita entre nuestros dedos alcanzan la boca. En el regazo el perro que agudiza el oído, tal vez, tras escuchar el seseo de alguna serpiente. Delirios de grandeza que se apocan al atardecer del día, renaciendo con la aurora tras caminar sobre la vía láctea.
Sobre las brasas de la noche, cocinándose a fuego lento el desayuno; la leche fresca recién ordeñada de la cabra y una sonrisa; un cóctel que acompaña la matina, rumiando los estómagos vacíos tras la ligera ingestión de la noche.
Rosado perlado, el vestido, sobre el cabello oscuro, el blanco; en la mano prendida la cuerda de lino blanco que enganchada a la silla del camello permite guiarle a través de la pequeña hondonada que en ese momento cruzamos.
El azul satinado que acompaña a tu mirada lejanamente perdida tras el último camello que vira en el camino.
El dorado que aún quema la arena mientras se puebla el cielo de malvas y anaranjados momentos que nos embarcan hacia la noche.
En el tendido lecho blanco, nos ocupa la mirada que reflexiva, inquiere una respuesta cuando aún rezuman en el alma las llagas que el huracanado viento de la tormenta de arena infringió.
Acomodado sobre las suaves ondas que la arena marca mi ser se disipa, disociándose el entorno en el que me encuentro, la nada y el todo; un micro segundo que encarcela el latido que sublevado reniega del acostumbrado eclipse que ocupa la mente y resurge.
Una imagen que se conforma cuadro a cuadro, un pictograma que en el cerebro permaneció durante mucho tiempo relegada a un ínfimo espacio de aquel pretérito que nos ocupa ralentizando el presente.
Matrices que se descomponen y entretejen construyendo un arquetipo de lógica matemática, distribuyéndose entre los espacios vacíos que se van conformando, descartando la unidad.
Mosaicos que se diluyen a veces tan rápido que tras el velado queda la realidad del momento con la sensación del desvarío perdida la conciencia que denota la ausencia.
…/.. Continuará
María José Luque Fernández.