Un día y medio da para mucho. En un día y medio te da tiempo a vivir una nueva tormenta, y a la mañana siguiente correr descalzos por una playa limpia. Un día y medio da para sentir como si hubiera perdido de golpe la mitad de estrellitas y caras sonrientes que fui acumulando durante tantos meses.
Recorrer kilómetros jugando al veo veo, subir a un trenecito turístico que nos lleve a una playa con un cementerio de anclas, tomar batidos de helado de chocolate, o atravesar pueblos sin aceras perdidos por el Algarve. Las escapadas son un repostaje a mitad de un largo camino, una recarga de ánimo. En cambio, las rutinas tienen un efecto balsámico. Uno sabe lo que esperar y a lo que atenerse en cada momento. Y cuando por alguna razón las rutinas de toda la familia están patas arriba, sobre todo las de los peques, todo puede venirse abajo.
La tormenta puede desatarse por extrañar tu cama y tus juguetes, o por ese peluche que te recuerda dónde está tu casa y se extravía. O por el hecho incomprensible de que el desayuno tenga una hora de principio y de final. Los adultos tenemos esas rutinas asimiladas y superadas, podemos entrar y salir de ellas a nuestro antojo. Tenemos ese horario interno ya digerido, y también tenemos herramientas para estirarlo o acortarlo, e improvisar cuando haga falta. Pero cuando tienes seis años, tu cama y tus juguetes son lo más importante del mundo, el peluche es tu compañero más querido y es insustituible, y jugar diez minutos más es tu única prioridad, aunque no lleguemos al catering del hotel. Y se desatan los rayos.
Y entonces llega el trueno. Y cuando el retumbar de tu último grito se va desvaneciendo, las estrellitas y caritas sonrientes se te escapan por el agujero del bolsillo, de entre los dedos. Y odias al Hulk descontrolado en el que el Dios del Trueno te ha convertido. Te sientes un fracasado, un farsante, un extraño temido, el peor padre del mundo.
Un día y medio da para mucho, y después de la tormenta llega la calma, aunque hoy me sienta mucho peor padre que ayer. Por fortuna la Maestra-Jedi está a mi lado. Y Portugal y su ritmo lento están cerca, siempre a tiro, siempre un recurso a mano. Siempre hay una playa en la que no importa el frío o el viento, siempre hay una carretera en la que olvidas a dónde ibas. Siempre hay un momento para otra foto. Y para recuperar las estrellitas perdidas, para otro abrazo, para otro "perdón, tesoro".
Y gracias por perdonarme tan rápido siempre.
¡Que la Fuerza os acompañe!
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