Revista Cultura y Ocio

Toro Sentado (y 2)

Por Cayetano
Toro Sentado (y 2)


Te conocías cada brizna de hierba, cada matorral espinoso, cada rama tronchada, cada piedra del camino. Reconocías cada huella, cada pluma de águila, cada insecto, cada trocito de musgo, cada serpiente cascabel agazapada al acecho entre las hierbas. Distinguías los ecos, los sonidos, el relincho del caballo salvaje, el chillido de la comadreja, el crepitar de la madera en la hoguera, el olor del humo que impregnaba tu piel… Esa era tu sabiduría. La habías aprendido de tus mayores, en esas largas horas de oscuridad en torno al fuego frente a la tienda, cuyo resplandor iluminaba la cara de tu padre, la de tu madre, la de tus hermanos… esos rostros curtidos por las penalidades, por el sol, por el viento y por los años. Y entonces, como niño que aspirabas a convertirte un día en adulto, a ser aceptado por todos como uno más, no quitabas ojo de esas caras ni de esos labios que contaban historias antiguas, hechos legendarios, secretos sobre la vida y la muerte… Eras todo oídos. No te perdías un detalle y así poco a poco, luna a luna, te ibas empapando de sabiduría. Querías aprenderlo todo para ser como ellos. El respeto a la naturaleza, a los árboles, a los animales… las técnicas de caza, cómo sorprender al búfalo sin que te percibiera cuando tienes el viento a tu favor, cómo conservar la carne seca bajo una capa de grasa para evitar que se pudra, cómo ahumar la carne, cómo construir tu “tepee”, cómo conservarlo curtiendo las pieles que lo recubren con sesos de búfalo, cómo golpear la hierba para descubrir y espantar las serpientes; pero también aprendiste el valor de la verdad, de la sinceridad, del sacrificio, de la amistad… aprendiste el arte de la generosidad y del respeto hacia los demás.  Lo peor era siempre la mentira, el engaño… Y de eso fueron otros los encargados de abrirte los ojos…  Eras todavía un adolescente cuando ya veías rodar por las llanuras las primeras columnas de carromatos que se dirigían hacia el oeste, bordeando por el sur vuestras tierras para no tener que atravesarlas. Aquello llenaba tu espíritu de curiosidad y de inquietud. Era el principio de todo y de momento no parecía constituir un grave problema. Luego todo cambió: la presión del hombre blanco fue en aumento y creció la amenaza de ser desplazados.  El Tratado de Fort Laramie por el que se respetaba una zona reservada en el área sagrada de las Colinas Negras, entre Dakota del Sur y Wyoming fue una pantomima, una puesta en escena de un acuerdo que acabó en un monumental engaño. El descubrimiento del oro y la llegada de aventureros en busca de fortuna hicieron que vuestros campos de caza fueran invadidos por los rostros pálidos. Os engañaron porque pronto se decretó por parte de las autoridades americanas el establecimiento de esos nuevos pobladores que invadieron vuestra reserva sagrada. Era la guerra. Con ayuda de Caballo Loco fuiste capaz de unir muchas tribus para plantar cara al invasor. Celebrasteis un Consejo de Guerra y lograsteis reunir miles de indios entre sioux, cheyennes, arapahoes y otros.   La batalla de Little Big Horn fue una victoria aplastante de los tuyos sobre los americanos y una tremenda derrota para el general Custer y sus soldados. Aquel verano, el Séptimo de Caballería mordió el polvo y sufrió numerosísimas bajas. De hecho, el único superviviente del ejército de Custer fue un caballo llamado “Comanche”. El general, confiado en la superioridad táctica de los suyos, tuvo un error estratégico de envergadura y pagó las consecuencias con su propia vida. Ello desató la ira del hombre blanco, propagando por todas partes la idea de que el indio era un salvaje despiadado al que había que aniquilar. 


Toro Sentado (y 2) El general Custer

Querían eliminaros, quedarse con vuestras tierras. Ante el hostigamiento americano, poco a poco los jefes de las tribus se fueron rindiendo, no querían que asesinaran a sus mujeres e hijos como ya hicieron como aviso en Slim Buttes.   Tú seguiste luchando. Pero ya era el último acto de una tragedia que acababa mal para todos vosotros. Cuando la comida escaseaba, decidiste por fin rendirte para no hacer sufrir más a los tuyos. Fuiste hecho prisionero. Luego te soltaron y te tuvieron vigilado. Y después permitieron que a cambio de 50 dólares semanales participaras en el show de Búfalo Bill, montando a caballo y entreteniendo a niños y a mayores… Una humillación más que tuviste que soportar, pero era necesario si querías comer.  Al final acabaron contigo porque te seguían teniendo miedo y pensaban que en cualquier momento ibas a volver a tomar las riendas de la liberación de tu pueblo. Te mataron a traición de un balazo en la cabeza.  Hoy las praderas están de luto. Recuerdan a un hombre valiente que supo defender a su pueblo y antepuso el bienestar de los demás al suyo propio. Mientras, se sigue escribiendo la historia de unos colonos que vinieron de fuera y que usurparon su tierra a los indios. Y se hace con letras de sangre. Porque el nuevo mundo americano que se quería fundar llevando como bandera las ideas de libertad y felicidad, en realidad se edificó sobre un solar arrasado por las armas, donde lo que imperó fue la injusticia, la destrucción, la desolación y la violencia.  Gerónimo, el apache chiricahua, había fallecido. El alcohol fue su último refugio y le pasó factura. Antes de morir le sometieron a un episodio vejatorio: le hicieron participar en el desfile organizado en Washington en ocasión de la elección como presidente de Theodore Roosevelt, exhibiéndole como un trofeo, junto a otros jefes, el indio que enterró el hacha de guerra, domesticado por la superioridad americana.  Caballo Loco también murió. Fue asesinado a bayonetazos por un soldado tras ser detenido.
Tan sólo quedabas tú y estorbabas, Toro Sentado. Lo tuyo era el penúltimo acto de una barbarie fríamente calculada.  Despejado el campo, sólo quedaba rematar la faena: el Séptimo de Caballería se cubrirá de gloria cuando unos días después, estando los indios en la reserva, desnudos y desarmados en su campamento de Rodilla Herida, fueron aniquilados al grito de   “¡Recuerdos de Little Big Horn y del general Custer!”.   Murieron más de 300 sioux.   Era el final.


Fragmento de un capítulo de "En la frontera" Un pdf de descarga gratuita.

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