Le agradezco el interés, pero no pienso ir allí. Ni acercarme siquiera. Ni aunque el albergue fuera el mismísimo hotel Hilton con sábanas de seda en las camas ¿Qué por qué? Pues porque queda al lado de la plaza de toros. Sí, ya sé que por allí hay una estación de metro, a mí me lo va a decir, que ayudé a construirla… bueno, la estación en sí no, que es muy antigua, ya lo sé, sino los nuevos andenes, los de la ampliación que se inauguró en 1970. Yo fui uno de los peones que trabajaron en aquellas obras. Antes de eso había estado en la plaza, sí, esa misma, haciendo de monosabio… no, que al metro no bajo ni amarrado. Ni aunque usted me pague el billete, ni por todo el oro del mundo. Y menos, para ir a Ventas ¿Qué por qué? Deje que le cuente una historia.
Yo no he sido siempre este despojo humano que usted ve aquí, durmiendo en un portal entre cartones. Vine a Madrid cuando aún no me había salido la barba, y Franco aún no se había muerto. Del pueblo me traje unos años de experiencia en trabajar con el ganado y una carta de recomendación para un paisano que trabajaba en la plaza; gracias a ambas cosas me dieron un empleo allí, de monosabio. La paga no era como para tirar cohetes, pero no estaba mal, y el trabajo no se puede decir que fuera duro. Pero nunca llegó a gustarme. Es decir, trabajar con los animales me gustaba, siempre me ha gustado, pero no de aquella manera. En la dehesa las reses llevan una vida plácida, y da gusto estar con ellas, porque con su sola presencia te transmiten esa placidez. Pero en las cuadras y los toriles de la plaza están siempre tensos, intranquilos. Todos ellos, tanto los toros como los caballos, y hasta las vaquillas. Y a mí me contagiaban su intranquilidad.
El principal cometido del monosabio es dar apoyo al picador: le ayuda a montar, sujeta al caballo durante la suerte de varas para que el toro no lo derribe, y si lo derriba, los socorre a ambos. Antes, cuando los caballos no llevaban peto, era frecuente que el toro los destripara de una cornada. Entonces eran los monosabios los que se encargaban de volver a meterle las tripas dentro, allí mismo en el ruedo, sucias de arena, y coserle la barriga a la vista de todo el mundo. No, yo eso no lo he visto, porque en mi época el peto ya era obligatorio, pero me lo han contado. Aunque, por mucha protección que lleven, los caballos están aterrorizados lo mismo. Se les nota en los ojos, en cómo jadean, en todo. Ya vienen temerosos de adentro, porque han olido el miedo de los toros, y se les contagia. Y supongo que también huelen la sangre, esa sangre que lleva décadas derramándose sobre esa arena. Probablemente, también huelan las ganas de ver sangre del público, como las reses huelen a los lobos cuando rondan la manada, ansiosos por matar algo. A mí me daba coraje y pena ver a los animales así. Es que yo soy muy animalero ¿sabe usted? Siempre lo he sido. Por eso prefería trabajar con vacas que con personas.
Al toro lo llevan a la plaza veinticuatro horas antes de que le toque salir al ruedo. Antes de eso ha vivido en la dehesa, correteando al sol, paciendo yerba fresca, rodeado de hembras complacientes y humanos aún más complacientes. Hasta que un buen día, de pronto y sin avisar, lo arrancan de ese paraíso y lo encierran en un sitio estrecho y oscuro que huele a sangre y al miedo de otros toros que han estado ahí antes que él. Y entonces él también siente miedo, claro. Mucho. Los toros encerrados a oscuras en los toriles exudan un miedo espeso y pegajoso que flota en el aire e impregna las paredes. Igual que a los caballos, se les nota el miedo en los ojos, sobre todo. Los ojos de las vacas son muy expresivos, parecen de persona; y, al fin y al cabo, un toro no es más que una vaca con cojones. Allí en la plaza, esos ojos me miraban desorbitados, con una expresión de terror puro pintada en ellos como no he vuelto a ver nunca, ni en humano ni en bestia.
Durante ese periodo de encierro los monosabios sometemos al toro a varios tratamientos preparatorios: para empezar, le cargamos al cuello unos sacos muy pesados llenos de arena, para cansarlo. También le serramos las puntas de las astas, para hacerlas sensibles. Y le echamos unos polvos sulfatados al agua, para provocarle diarrea y que se purgue, y así no se cague en el ruedo, ante el torero y el respetable. Porque el respetable ha pagado entrada para ver correr la sangre, no la mierda.
Otras preparaciones son más crueles. Una de ellas consiste en golpearlo repetidamente en los testículos con una vara larga y fina, para irritarlo y que luego, en el ruedo, de imagen de bravura. Yo, a hacer eso, siempre me negué, pero en la cuadrilla había un canijo con muy mala leche llamado Toribio, que se ofrecía a ello de buena gana. Yo diría que hasta lo disfrutaba. Toribio debía haber sido uno de esos niños que se divierten cazando gatos para luego quemarlos vivos. Tenía los ojos de color gris claro, pero cuando se ponía a darle varazos al toro en los huevos, se le volvían negros. Un par de veces golpeó al toro en los cojones con demasiado entusiasmo y lo hizo sangrar, lo que le valió una amonestación: el toro sólo puede sangrar en el ruedo.
Toribio también solía encargarse de untar los ojos del animal con vaselina, para que no vea bien, y las pezuñas con una pasta urticante que le provocaba comezón y hace que no se esté quieto, para que dé imagen de brío. Eso se hace con el toro inmovilizado, claro. Se lo amarra corto, por el cuello, para que no se pueda mover. Pero un día Toribio tuvo un descuido y el toro le coceó, con tan mala fortuna que le hundió el cráneo con la punta de la pezuña. Por el boquete se le veían los sesos, que son de un rosa grisáceo. No murió, pero desde entonces no puede hablar, y caga y mea dentro de una bolsa colgada de una silla de ruedas de la que no se levanta nunca. Lo siento por él, pero no puedo decir que lo sienta mucho.
Pasadas las veinticuatro horas, abrimos el toril y, dando voces y golpes, para asustarlo, hacemos que el toro salga al ruedo. Después de tanto tiempo a oscuras, la luz del sol lo deslumbra, y los gritos de los espectadores, porque hay que oír cómo gritan, le aterran. Y hace lo que cualquier animal en esas circunstancias: tratar de huir. Corre entonces frenético, buscando una salida. Algunos incluso intentan saltar las barreras. Al verlo hacer eso es cuando lo expertos taurinos, tan cursis, redichos y pamplineros como suelen ser, acampanan la voz para decir que si ese toro tiene brío, que si tiene casta. Brío y casta, mis cojones. Miedo y ganas de poner tierra de por medio, es lo que tiene. Además, ¿qué coño es la casta?
Cuando el toro se da cuenta de que no es posible huir, y de que hay por allí una gente vestida muy raro que lo miran con cara de malas pulgas, es cuando opta por atacar, porque ve que no le queda otra. Como cualquier otro bicho en las mismas circunstancias, insisto. Qué casta ni qué niño muerto. Si un ornitorrinco se viera en las mismas, haría igual.
Y ahí empieza el toro a sangrar del modo correcto, o sea, al gusto del respetable. Para que no le llegue con demasiado brío al matador y se lo lleve por delante, no lo quiera la Virgen, el picador le clava la pica en la cruz del lomo para que, con la pérdida de sangre, se debilite. El banderillero intenta meterle las banderillas en las incisiones que el picador ha abierto, para ayudar a la hemorragia. El peso de las banderillas tiene, precisamente, esa función; ayuda a que el arpón se mueva dentro de la herida con cada movimiento del animal, y la mantenga abierta. Las llamadas "de castigo" tienen un arpón de ocho centímetros, y se usan cuando el toro ha logrado evadir la lanza del picador.
Se nota cuando el dolor y la pérdida de sangre han hecho suficiente mella en el toro porque empieza a no poder levantar la cabeza de manera normal. Entonces es cuando el torero se acerca para ejecutar su arte. Que consiste, básicamente, en hacer correr al toro de un lado para otro, para que vaya chorreando sangre por todas partes. Hasta que el animal está ya tan debilitado por la sangría y el agotamiento, que llega el momento de entrar a matar. Entonces le clava en la testuz una espada que, según por donde le entre, puede rajarle el hígado, los pulmones o la pleura. O seccionarle una arteria importante. Eso se nota en seguida, porque el toro se pone a vomitar sangre a chorros.
Si el animal es afortunado morirá entonces, por trauma masivo o ahogado en su propia sangre. Pero si no, si aún le quedan fuerzas para levantar la cabeza, porque el toro es un animal muy fuerte, lo apuñalarán en la nuca con un puñalito corto y ancho: eso se llama el descabello. Si se hace bien, le seccionará la médula entre las vértebras cervicales, con lo que no es seguro que lo mate, pues ya le dije que es un animal muy fuerte, pero al menos quedará paralizado de cuello para abajo. Entonces morirá poco a poco, de asfixia, por no poder mover los músculos respiratorios. Ahí es cuando los monosabios lo enganchamos a la yunta de mulas que lo arrastrará fuera del ruedo. Su cuerpo dibujará entonces, sobre la arena, una estela roja, que los monosabios debemos apresurarnos a borrar esparciendo arena limpia sobre la que está embebida de sangre, dejando así el ruedo listo para el siguiente toro. Y todo eso, para que se diviertan las dos o tres marquesonas rancias que aún van a los toros, o los dos o tres políticos de derechas aún más rancios que también van; porque ya a casi nadie le gustan los toros; ya hace mucho tiempo que la gente normal prefiere el fútbol. Aparte de esas dos o tres marquesonas y esos dos o tres políticos de derechas, todo lo que se ve en las gradas son turistas extranjeros borrachos, a los que les gusta pensar que España sigue siendo un país brutal y medio salvaje salido de un dibujo de Goya.
En no pocas ocasiones, mientras enganchaba el toro a la yunta, le descubría mirándome fijamente, con ojos desorbitados por el horror; inmovilizado, pero aún consciente. Y seguía mirándome mientras lo arrastraban fuera del ruedo. Esas miradas parecían decir ¿por qué me hacéis esto? Y yo cada vez las soportaba menos. Quizá por eso empecé a beber tanto: me desayunaba con cazalla, y continuaba la jornada entre coñac y coñac. Así que, pasado un tiempo, cuando me enteré de que contrataban gente para trabajar en las obras de la estación de metro de allí al lado, me apunté sin dudarlo. Los compañeros de la plaza me dijeron que estaba loco por abandonar un trabajo tan seguro y, en el fondo, tan descansado como el de monosabio para hacer de peón cavando túneles a pico y pala, que era un trabajo penoso, mal pagado e incierto, pero yo ya había tomado una decisión, y era firme.
Era el año 1969, y la estación de Ventas debía ampliarse para incluir los nuevos andenes de la línea cinco. La mayor parte del trabajo se hacía a cielo abierto, en la calle de Alcalá, pero también había que hacer ampliaciones algo más adentro, en los túneles. En uno de ellos nos topamos con un muro de ladrillos no muy espeso. Resultó que eran los cimientos de la plaza, que no son ni muy sólidos ni muy profundos, pues las plazas de toros no lo necesitan, por ser estructuras muy bajas y anchas. La máquina excavadora que nos acompañaba le dio un palazo sin querer al muro, lo quebró, y por la rajadura empezó a manar un fango espeso y fluido, de color rojo oscuro, que desprendía un olor orgánico y denso, que se te pegaba al cielo de la boca. Mis compañeros de la obra expresaron a voces su repugnancia, y preguntaban, a nadie en concreto, qué coño era aquella cosa asquerosa y pestilente. Que nadie había visto nunca nada parecido, en todos sus años de peón de pico y pala. Yo no dije nada, pero sabía lo que era aquello, lo supe nada más verlo: era el resultado de años y años de sangre de toro filtrándose por la arena de la superficie hasta el barro del subsuelo, donde había acumulado, formando aquella bolsa de limo viscoso que se desparramaba por el agujero en el muro, como la sangre a través de una herida abierta, encharcando el suelo del túnel recién excavado.
Mis compañeros dejaron los picos y las palas y se alejaron, pinzándose la nariz, para decirle al capataz que así no podían trabajar. Yo me quedé. Me acerqué a la rajadura en el muro y noté que, del interior, surgía un vago rumor de mugidos aterrorizados, como una marea lejana. Miré hacia la oscuridad interior y allí, al fondo, vi brillar cientos de ojos desorbitados que me devolvieron la mirada. Reconocí aquellas miradas al instante, las había visto muchas veces, fijas en mí mientras enganchaba al toro moribundo a la yunta de mulas que iba a arrastrarlo fuera del ruedo. Y entonces el fango rojo, que se había derramado por todas partes, empezó a burbujear y a acumularse en grandes pellas. Y a las pellas les salieron patas, cabezas, cuernos y rabos, y en sus cabezas se abrieron ojos desorbitados que me miraban fijamente. Tiré el pico al suelo y eché a correr a toda la velocidad que me permitían las piernas. Tenía casi al lado una escalerilla de salida a la superficie, y diría que la subí sin tocar los peldaños. Alcé la pesada tapa de hierro colado como si fuera de cartón, y ya en la superficie seguí corriendo, como un loco, calle de Alcalá abajo. No paré hasta llegar a Cibeles. Cuando miré para atrás pude comprobar, con alivio, que aquellas abominaciones no me perseguían.
No volví por la obra, ni siquiera para recoger mi última paga. Me encerré en la habitación de la pensión donde me alojaba, y no salí en tres días, hasta que me tranquilicé lo suficiente como para que dejaran de temblarme las manos. Bueno, hasta que se acabaron las dos botellas de coñac que tenía allí guardadas. Entonces, ya más tranquilo, me puse a buscar otro trabajo. Alguien me dijo de un sitio donde pedían peones de albañil para trabajar en una obra, y ese mismo alguien me proporcionó una dirección. Quise tomar el metro para ir, y a tal efecto bajé a una estación de la línea dos. Y allí los volví a ver. Corrían en manada por los túneles, pasando por encima de las vías ante los viajeros que, distraídos, aguardaban la entrada del tren, y parecían no ver aquel encierro de San Fermín infernal que discurría ante ellos, ni parecía molestarles el ruido de sus pezuñas, ni el olor a sangre vieja y barro húmedo que dejaban tras de sí. Salí de la estación corriendo todo lo deprisa que me permitían las piernas. Después de aquello no he vuelto a bajar al metro nunca.
No volví a encontrar trabajo; bebía mucho, más que antes, y supongo que se me notaba. Al cabo de un tiempo me encontré durmiendo en la calle y comiendo de lo que pillaba en los contenedores de basura, como ahora usted me ve. A veces, cuando estoy tumbado al abrigo de los cartones en una calle bajo la que pasa algún túnel del metro, pego la oreja al suelo, y oigo a la manada pasar a la carrera por allí abajo, mugiendo, bramando. Y ahora le tengo que confesar algo: antes le he colado una mentira. Lo de que me negaba a golpear a los toros con varillas en los testículos no es verdad, yo lo hacía igual que todos los demás. No me gustaba hacerlo, eso sí, y me resistí al principio, pero el trabajo es el trabajo, y a mí me daba apuro hacerme el especial y que los compañeros me cogieran manía. Al toro que le hundió el cráneo a mi compañero Toribio lo estaba sujetando yo, mientras él le untaba la pasta urticante en las pezuñas. Fue por un descuido mío por lo que el toro pudo liberarse lo suficiente como para calzarle la coz que lo dejó para los restos en una silla de ruedas y cagando en una bolsa. Después de eso, y porque siempre olía a cazalla y a coñac, los compañeros empezaron a mirarme mal, y a hacerme el vacío. Hasta que me harté y me fui a trabajar de peón de obra, a la primera oportunidad. Y a usted le agradezco mucho el ofrecimiento, pero a ese albergue no voy a ir ni amarrado. Y menos, en metro. Prefiero mil veces morirme aquí arriba, sobre el asfalto, sea de frío o sea pateado por una banda de niñatos borrachos recién venidos de ver un partido en el Bernabéu, que dejar que me atrape la manada.