Cuando mi amiga Carolina regresó de aquella corrida de toros -a la que no quería ir, pero ese amigo español insistió en llevarla bajo el argumento de que era un espectáculo "cultural" y valía la pena verlo- lloró durante días. Tuvo pesadillas que la despertaban de noche, tenía miedo de irse a dormir y soñar con aquel olor a sangre, con aquellas sonrisas satisfechas al ver las heridas en aquel animal enorme y furioso. Era morboso. Decenas de personas sintiendo placer en el dolor ajeno, regocijándose en la espada y la arena, mirando a esos ridículos hombrecillos vestidos con mallas rosadas bailando un rancio tango con un enemigo inventado.
Carolina no era una activista por los derechos de los animales, ni una hippie vegetariana. Aunque podría haberlo sido, claro. Era una chica de veintitantos años acostumbrada a viajar y relacionarse con culturas diferentes, que hablaba varios idiomas y amante de la cultura. No podía creer que aquel show cavernícola fuera considerado cultura. Y menos aún, que el Estado financiara una parte importante por ese motivo.
Hoy el parlamento catalán votará si prohíbe o no los toros. Yo espero un sí rotundo. Ansío esa muestra de que vamos haciéndonos un poco más civilizados, aunque sea en pequeñas dosis, de que no necesitamos ensuciar nuestros espacios y conquistas culturales con esos circos romanos modernos, que podemos dejar atrás el argumento de "la tradición" y conservar solo aquellas que nos engrandecen como seres humanos. En un reportaje publicado ayer en El País y llamado Los toros ya están en decadencia, leí dos cosas que me llamaron especialmente la atención:
1. "Eduardo Miura, titular de la temida ganadería que lleva su apellido" dice que "se teme la muerte y no se quiere ver que es parte de la vida".
Ajá. Muy bien. Una cosa es que la muerte sea parte de la vida, y otra que andemos por la vida provocando innecesarias muertes. Y si no, que se ponga a cortarle orejas y meterle banderillas a algún ser humano que piense de forma tan altruista e interesante como él y quiera sacrificarse en nombre del esparcimiento ajeno. Al final, es lo que hacen los boxeadores: disfrutar de algo tan encantador como darse de golpes hasta quedar inconscientes sangrando hasta por las fosas nasales y llamarle a eso "deporte". Pero bueno, son adultos que en uso de sus facultades mentales (dudosas, pero facultades al fin) deciden dedicarse a esos placeres tan suigéneris. Pero los toros no.
2. "La cabaña brava, base del espectáculo, tampoco goza de una salud destacable. Las peticiones de los toreros han ido convirtiendo el toro bravo en un animal cada vez más dócil y con menos sensación de peligro". Así que encima, los toros bravos no son tan bravos porque los "valientes" toreros no son tan valientes y ahora lo que quieren es bailar su tango sangriento con vacas de potrero. Menuda depre.
Muchas más cosas podrían decirse. Como que me parece una incoherencia que exista una ley que condene el maltrato animal pero se permitan las corridas (a ver qué pasa si un vecino me ve a mí sacándole la sangre a Jambo, que en todo caso más parece un toro que un perro), como que me parezca increíble que los criadores digan que a los toros bravos les gusta sufrir, como que se hable de defender la tradición (no todas las tradiciones o comportamientos históricos socialmente practicados son adecuados o éticos, sino que se lo pregunten a las mujeres que sufren mutilación genital porque es "la tradición"), como que los hay estudios piscológicos que aseguran que los agresores de mujeres o niños en muchos casos fueron primero agresores de animales...
Mis creencias, en todo caso, me hacen desconfiar de las personas que disfrutan con el maltrato y la violencia a seres más vulnerables. Da qué pensar. Pero insisto: los contratos explícitos o implícitos entre adultos con el cerebro sano pertenecen al ámbito privado y que cada quien practique libremente sus sadomasoquismos en ese espacio.
Pero no en el público. No con seres que no pueden opinar sobre su destino. No con el sufrimiento como actividad recreativa. No en nombre de la cultura. Y por supuesto, ¡no con el dinero de mis impuestos!
Ya veremos que pasa dentro de unas horas. Y si ese resultado es un sí a la prohibición, ojalá sea el principio del fin de una tradición no menos que detestable.