Cuando comencé a estudiar francés a los ocho años, ví que en todos los libros de lectura (ya fueran para infantes o adultos) la Torre Eiffel era, junto al Arco de Triunfo, los dos íconos que más se repetían, además de ser los emblemas de la ciudad, desbancando al resto y dejándolos en un claro segundo lugar.
Recuerdo que la primera vez que la ví en todo su esplendor - y fuera de la imagen estática que los libros de lectura me ofrecían- fue en un video de Duran Duran, el cual formó parte de la BSO de una de las tantas películas de James Bond 007 y que la mostraba soberbia, elegante y con varias personas que la recorrían y se fotografiaban, sin saber que estaban en medio de una de las clásicas persecuciones del agente secreto.
Algunos años después, en una fría noche de diciembre de 1996, llegué por primera vez a París. Como siempre pasa en la ciudad, llovía a cántaros, pero, yo sabía que en cuanto hiciera el check-inn en el hotel y dejara mi mochila en la habitación, tomaría un taxi y le pediría al chofer -con mi mejor francés ensayado- que por favor me llevara hasta la Torre.
La sensación que tuve cuando el taxi arrancó y yo quedé del otro lado del Sena y con la torre frente a mis narices, jamás la podré explicar con palabras. Era la segunda vez que me sentí pequeño e insignificante ante la magnificencia de una obra de arte (la otra fue cuando me puse debajo de "La Creación" de Michelángelo en la Capilla Sixtina, y a la opresión en el pecho, sobrevinieron las lágrimas).
Pese a ser la medianoche y estar cerrada al público, la base de la torre estaba repleta de gente. Todos posaban y sonreían y se movían como si estuvieran en un extraño ritual donde la pieza metálica parecía oficiar de excusa para sentir eso que muchos llaman los cinco minutos de gloria, o momentos de felicidad aparente.
Con verla una sola vez no alcanza, hay que ir de día y de noche. Los dos momentos de la jornada la hacen lucirse como una mujer diáfana y radiante por la mañana y elegantemente glamorosa por las noches. De día la mejor vista se tiene desde el Palais de Chaillot. De noche hay que rodearla lo más cerca posible y observar la imagen que brindan los hierros retorcidos e incandescentes, como producto de la iluminación naranja que la caracteriza.
Cada vez que vuelvo a la ciudad la visito. Es de esos lugares a los que uno puede ir mil veces y jamás se sentirá aburrido o con la sensación de que encontrará “más de lo mismo”. En una de las visitas quise comprobar aquello de que el tango tiene mucho de parisino además de porteño y me llevé en mi mp3 la mejor versión que encontré de Libertango. Piazzolla era argentino y regaló sus compases por allí, así que me pareció la elección más apropiada. El resultado de la experiencia me la reservo por que sonaría muy cursi y ése es un lugar común en el que se cae, sobre todo cuando se habla de París.
Sin lugar a dudas la Torre Eiffel es uno de los íconos del mundo que nadie debería dejar de conocer. Ahondar más en el tema sería caer en repeticiones y redundar en lo mismo que se ha dicho de ella desde que se creó para la Exposición Internacional de París en el año 1889. Los invito a que vean las fotos que anteceden a esta nota, amplién la caja del slide y déjense llevar como si estuvieran allí.