Esto no es un cuadro de Magritte
Siempre he desconfiado y desconfiaré de los ismos políticos. Toda mi ideología se resume en la palabra "libertad", concepto inevitablemente denostado por los seguidores de un ismo u otro. Pero no os hagáis ilusiones, que no vengo a hablar de política. Para hacer enemigos ya tengo facebook.
Los otros ismos, los literarios, si no desconfianza, sí me provocan cierta sensación de pereza. Es algo parecido a escuchar a un gafapasta hablar de música y descubrir que no hay palabra que no combine con funk, y que, en lo que tú llamas pop, él, cual mítico esquimal, distingue hasta dieciséis tipos diferentes de drum'n'bass. Sin embargo, como en general esa música no me gusta, mi pereza para admirarme y mi complejo de filisteo no van más allá.
Me enorgullezco de no conocer a nadie que haya dicho jamás: "me gusta la música garage"
Algo diferente sucede con la literatura: me gusta. En alguna ocasión he comentado algo que no tiene nada de original, a saber, que el modo en que se enseña la literatura en España (y supongo que en muchos otros países) está demasiado centrado en la teoría y no lo suficiente en la obra. Sin negar la importancia -en ocasiones, relativa- de situar una obra en su contexto, uno tiene la sensación de que, con demasiada frecuencia, al alumno se le presenta una determinada corriente literaria, y a continuación se le informa de que la obrita que vamos a estudiar se enmarca en dicha corriente. Léela y señala en ella sus características más claramente istas. Y tras estudiar dos o tres obras igual de representativas, pasamos a un autor de transición hacia lo que de verdad importa: el siguiente ismo. Así se crean alumnos y se matan lectores. En mi caso, y haciendo la salvedad de los buenos profesores, que los tuve, sólo empecé a disfrutar de verdad de la literatura cuando dejé de estudiarla. Ya os he dicho que esto no tenía nada de original. Estabais advertidos.
El postmodernismo es uno de mis ismos más odiados. Lo identifico con estudiantes, y no con lectores. Al igual que la marca Apple o el esperanto, el postmodernismo es una especie de secta. Sus devotos han renunciado al criterio y a la crítica, y valoran una obra no en función de su calidad, sino según su grado de postmodernez.
Postmodernos. Es nuestra palabra. No la utilices. No intentes definirla. Sobre todo, no nos etiquetes con ella. Aunque nosotros sí lo hagamos.
Un posmo es superior a vosotros. Haber renunciado a todo ismo anterior al siglo XX inviste al posmo de una agudeza y una ironía que sólo en décadas venideras podréis empezar a apreciar. Id a la filmoteca a ver una película clásica. Un drama. Un western. Un thriller. Esperad a que, en la escena decisiva, la sala se suma en un silencio sepulcral. Pues bien, ése que estalla a carcajadas a mandíbula batiente en mitad del silencio más absoluto es un posmo. Es el único que ha advertido la ironía del director, que había programado el chiste para que se entendiera en el año 2416.
No todo el mundo puede ser posmo, naturalmente. Puedes dejarte una tupida barba; puedes ponerte una cinta en el pelo; puedes ir con bufanda en verano; puedes ponerte una chaqueta con coderas; puedes personalizar una camiseta con citas de Nabokov. Nada de eso te servirá para acreditarte como posmo si en el fondo de tu alma no lo eres. ¿Y qué necesitas para serlo? ¿Cómo se reconocen entre ellos? No lo sé con certeza, pero intuyo que la respuesta sería tan vaga y sosa como la propia definición del postmodernismo.
Este dibujo explica muy bien qué es el postmodernismo
Desconozco hasta qué punto Hocus Pocus, de Kurt Vonnegut (¿de verdad hay que traducirlo como Birlibirloque?) cumple los mandamientos del postmodernismo, pero los del lector los cumple a rajatabla: hacerle disfrutar como un enano y maravillarlo a cada párrafo.
Ironía, carácter lúdico, humor negro. Doña Wiki nos coloca en primer lugar esas características como las propias del postmodernismo. Y lo cierto es que las tres las encontramos a porrillo en esta novela. SIn ir más lejos, podéis imaginar el humor negro de un narrador que, veterano de la guerra de Vietnam, descubre un día, para su asombro, que el número de personas que ha matado es el mismo que el de mujeres que se ha cepillado.
Lo siento, pero es que esto del postmodernismo no da para imágenes más bonitas
Metaficción. La referencia, luz, guía, destino y razón de ser de todo posmo que se precie. ¡Su prefijo favorito fusionado con el único género literario digno de ser leído! También abunda en la obra de Vonnegut, que nos trae aquí personajes y obras ya metaficcionadas (¡oh oh así así más más!) en sus obras anteriores. La metaficción asimismo implica la presencia de un narrador poco fiable, algo que en Hocus Pocus sólo se nos revela, y de un modo divertidísimo, hacia el final de la obra, con la aparición del hijo del narrador.
Fragmentación. En otros autores, así como en este bloguero, la fragmentación es un recurso para disimular la incapacidad de tejer un discurso o narración de manera sostenida. En otras palabras, se desprecia a Dickens porque no se puede escribir como él. No sucede así en el caso de Vonnegut, en quien esa fragmentación parece autoimpuesta con el fin de frenar el torrente narrativo e imaginativo que sustenta la narración. De hecho, las líneas que separan un párrafo del siguiente, antes que fragmentar nada, dan una inusitada agilidad a la narración, como si el autor se hubiera servido de ellas para facilitar la siempre complicada tarea de enlazar un párrafo con otro. El narrador, por su parte, nos explica que la fragmentación de la obra responde a que no tenía papel de escribir y escribió la obra en el reverso de tarjetas de visita o en trozos de papel de envolver.
¡Ajá!
Fabulación. Junto con la ironía y el humor negro, si Hocus Pocus nos deslumbra es sobre todo gracias a la fuerza de la fabulación de Vonnegut. Escrita en 1990 y situada diez años más tarde, esta novela nos cuenta la historia de un veterano del Vietnam que, a su regreso de la guerra, donde no tuvo excesivos reparos en cumplir órdenes y matar con sus propias manos a hombres, mujeres y niños, recala como profesor en una curiosa universidad para alumnos con problemas de aprendizaje. Nos encontramos en unos EEUU que han sido prácticamente subastados a los japoneses, y donde el racismo de la sociedad ha llevado a la creación, por ejemplo, de cárceles separadas para negros, hispanos y blancos. El narrador nos cuenta la historia desde la cárcel, y toda la novela es un enorme flashback en el que se nos narra el fabuloso (de fabulación) proceso por el que una pequeña universidad pasa a convertirse en una efímera república independiente gobernada por los reclusos afroamericanos de un centro penitenciario.
Distorsión temporal. Con engañosa facilidad y una pasmosa técnica narrativa, Vonnegut consigue que esta distorsión, o la dificultad que suele implicar, pase completamente desapercibida. Ni el lector ni, por supuesto, el autor, pierden en ningún momento el hilo de la narración. Vonnegut es capaz de dar saltos de decenas de años, cuando no de siglos, y los párrafos siguen sucediéndose con la mayor naturalidad. No hay necesidad de detenerse, levantar la mirada y recapitular. Ello se debe a que las digresiones vonnegutianas son mucho más que un alarde de técnica posmo: son la esencia de esta historia. Quedándonos en la idea más obvia, diríamos que los actos más prosaicos, inanes o, por qué no, inevitables, de nuestros abuelos, del general Custer, de Davy Crockett o de nuestro propio yo (me pongo proustiano) en aquella conversación con una periodista en un bar de Saigón tienen unas consecuencias tan palpables hoy como lo serán todavía dentro de unas décadas. Si profundizamos un pelín más, podríamos aventurarnos a decir que la distorsión temporal de don Kurt no consiste tanto en la ruptura de la linealidad como en la destrucción de las barreras que separan pasado, presente y futuro. Más posmo no me puedo poner.
Sí, es él
En defnitiva, Hocus Pocus gustará a los posmos, facilitará el trabajo a los estudiantes, que podrán encontrar en ella fácilmente algunas de las características más importantes del ismo, y maravillará a los lectores, que se lo pasarán teta leyéndola.
El torrente fabulador del que hablaba me lleva a la otra cara de la moneda, que, en este caso, y para mi sorpresa y casi desolación, es Mircea Cartarescu. Mi admiración por el rumano se acerca a lo que siente un posmo por DFW (sí, ya, exagero), y desde la publicación de El Levante esperaba con emoción rayana en la ansiedad a que cayera en mis manos. Cuando lo vi en la biblio me abalancé sobre él, y me faltó tiempo para ponerme a leerlo en cuanto llegué a casa.
Y del deslumbramiento inicial fui pasando a esa sensación que tenemos con algunos libros. Ya sabéis. Nos gustan, sí, no vamos a decir que no. De hecho, si el tren se averiase y se quedara tres horas parado en mitad de la vía daríamos gracias al destino por habernos dejado en compañía de ese libro. Pero cuando el tren se pone en marcha y llegamos por fin a casa, nos preguntamos: ¿qué pasaría si dejara de leerlo un día? ¿Y si interrumpiera la lectura, pasara a otra cosa, y retomara el libro dentro de tres semanas? Pues probablemente lo que pasaría es lo que ha pasado. Que lo dejamos a la mitad. Y es que el postmodernismo a veces tiene esos problemas: a diferencia de los clásicos, que siempre están abiertos de piernas, la novela posmo necesita su momento. Y cuando dice no, es no.
Al igual que Hocus Pocus, -que, por cierto, se publicó el mismo año; la casualidad es postmoderna-, El Levante es todo un torrente narrativo, un ejemplo más de la desbordada imaginación de Cartarescu. Fantasía a raudales, acción, diversión, ironía, metaliteratura, distorsiones temporales, y hasta un narrador que nos habla de cómo escribe la obra sentado en la cocina de un piso minúsculo sin calefacción. ¡Un paraíso posmo! Y entonces, ¿por qué Hocus sí y El Levante no (o no por ahora)? Tengo la impresión de que se debe al factor humano. Si bien hace ya tiempo que me interesa mucho más el cómo me cuentan algo que ese propio algo, si bien tengo perfectamente asumido que criticar una obra por el comportamiento de sus personajes es, en palabras de Nabokov, pueril, no puedo todavía prescindir del personaje. Uno o varios, entrañable u odioso, pero un personaje en el que me pueda reconocer. Y es que, al entrar en una obra de ficción y acatar la requerida suspensión de la incredulidad, servidor tiene sus límites. A saber: el personaje debe ser creíble, humano, con sentimientos y esfínteres. En otras palabras, el personaje debo ser yo. Y no, no me refiero a un cuarentón cascarrabias padre de familia. Yo he protagonizado Ruslán y Ludmila, pero también Un hombre que duerme; me habéis visto en Proust, como ya sabéis, y he protagonizado Hocus Pocus. En El Levante no me he encontrado. Volveré a buscarme.
Desafío final: encontrad un solo meme sobre el naturalismo.