Todos hablaban de la supuesta corrupción que se cocía en el negociete de las tortas, napolitanas y cruasanes
Tal semana como ésta; la del tres al siete de noviembre, de hace veintiséis años, nos tocaba a nosotros montar el chiringuito y capotear al toro en el patio del recreo. Nuestro grupo era como una ensalada murciana repleta de tomates, huevos, atunes y pepinillos. En la jerga pedagógica: un grupo muy diverso. En él estaba Braulio, nervio en estado puro; Paco, raro como ninguno; Manoli, una fuera de serie en matemáticas; Javi, el hijo del barrendero; Carmina, una rata de biblioteca; "el tuerto", el nieto de Manolo, y yo: Abel, el gafotas de la clase y el peor jugador de fútbol que jamás haya existido. Manoli era la encargada de cuadrar la caja al final de la “jornada". Todos los días, las cuentas cuadraban "al pelo" hasta que llegó el viernes al mediodía. Ese día, a Manoli no le salían los números. "Esta mañana – recuerdo como si fuera hoy, las palabras de Manoli -, Alberto – el panadero – ha traído veinte napolitanas, cincuenta tortas y quince cruasanes. ¿Cómo puede ser que falten ochocientas pesetas en la caja?". Sin duda alguna: o alguien había cobrado de menos o alguno había metido la mano en la caja de las tortas. Al no salir ningún valiente que reconociese su fechoría, el tema trascendió al tutor; de éste al jefe de estudios y, finalmente a don José, el director.
Las ochocientas pesetas malditas se convirtieron en el tema principal a las puertas del colegio. Todos hablaban de la supuesta "corrupción" que se cocía con el "negociete" de las tortas, napolitanas y cruasanes.
Don Luis era nuestro tutor; un señor alto y delgado; de aires quijotescos, y con muy malas pulgas. Cuando se enteró de la noticia, nos reunió a todos en su departamento. Nos dijo, en tono amenazante que: "al no salir la mano negra", se veía en la encrucijada de que pagásemos justos por pecadores. La sanción consistía en reponer, entre todos, las ochocientas pesetas. Ante semejante solución, me negué rotundamente a poner de mi bolsillo un dinero que no había robado. Por un lado, comprendía que el trabajo era en grupo, y por tanto, la responsabilidad era solidaria. Por otro, el encubrimiento de un ladrón me hacía cómplice del "atraco". La reposición del dinero, entre todos, tal y como quería don Luis no era inteligente porque con ello, nuestra honorabilidad quedaba manchada hasta los límites del olvido. Al tutor le interesaba que el tema se solucionara cuanto antes y, la mejor solución para salvar su pellejo de cara a la jerarquía, era - sin duda alguna - su propuesta; a pesar de no garantizar el beneficio moral para la mayoría. Por ello, porque no me parecía una solución acertada, me negué rotundamente a pedirle a mis padres las ciento quince pesetas; para dejar bien a don Luis, y yo quedar como un chorizo de por vida.
Después de mucha pelea convencí a mis compañeros de no reponer el dinero. Don Luis tomó sus represalias. Las tomó hasta tal punto de que los notables se convirtieron en suspensos; los bostezos en castigos, y los saludos en desplantes. Hoy, veintiséis años después, aún no sé quién metió la mano en la caja de las tortas. No sé si fue Braulio; Manoli; Paco; Carmina; Javi o el tuerto. Lo que sí tengo muy claro, clarísimo, es que por las noches duermo tranquilo; aunque siempre llevaré colgando a mis espaldas la etiqueta de la sospecha. Durante años tuve que aguantar, por "ochocientas pesetas cochinas" que padres de mis amigos cuestionasen mi honestidad; que compañeros de don Luis dijeran que "no ponían sus manos en el fuego por ninguno de nosotros"; que la gente de la calle nos señalara con el dedo y, mil perrerías por el estilo. Desde aquello aprendí que la corrupción de los golfos trasciende a los honestos; que tales fechorías deterioran las instituciones y corroen las jerarquías. Aprendí que la corrupción es caldo de cultivo para rumores y prejuicios; aprendí – y perdonen la redundancia – que la corrupción no entiende ni de edades, ni de cantidades. Aprendí que en el juego de la vida hay tramposos y rateros.
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