Revista Humor
A veces llevo a cabo -habitualmente poco antes de dormirme- un ejercicio de lo más sádico y cruel. Y no es sexual.
Imagino en una sala de torturas, a todos aquellos que por uno u otro motivo me han hecho daño . Yo doy las órdenes y dos pendencieros mercenarios obedecen todas aquellas vejaciones que deben llevar a cabo. En la cámara de los horrores sitúo al gilipollas de turno, llámese Pololo o Manolín, y mis secuaces les retuercen los huevos, les vuelan los incisivos, le arrancan las uñas con tenazas, les tiran de los párpados o les hacen confesar el porqué de sus desequilibradas actuaciones.
El ejercicio es altamente psicopático, para qué negarlo, mas para aquellos a los que les cuesta mandar a paseo a los indeseables, resulta beneficioso, de calmante efecto y proporciona una reconfortante sensación vengativa.
Siempre y cuando tales visones sanguinarias no pasen de secuencias imaginarias (lo cual se convertiría en delictivo) les aseguro que pueden encontrar en ello una dulce terapia; algo parecido a cuando uno se pone a dieta estricta y por la noche sueña despierto con zamparse un brownie con helado de vainilla.
Bendita mente. Ya me contarán.