Revista Cultura y Ocio

Toska

Por Calvodemora

   “Ninguna palabra del inglés traduce todas las facetas de toska. En su sentido más profundo y doloroso, es una sensación de gran angustia espiritual, a menudo sin una causa específica. En el aspecto menos mórbido es un dolor sordo del alma, un anhelo sin nada que nada haya que anhelar, una añoranza enferma, una vaga inquietud, agonía mental, ansias. En algunos casos podría ser el deseo por algo o por alguien en particular, la nostalgia, una pena de amor. En su nivel más bajo, se reduce al hastío, al aburrimiento.”

Vladimir Nabokov

Uno no da otra cosa que palabras. Hasta los gestos son palabras. Palabras hechas respuestas. Preguntas. Exclamaciones. Asombro. Palabras que presienten, anuncian, deniegan, imploran, exigen.  Palabras precisas. Palabras huecas. Palabras que fecundan. Palabras izadas. Palabras consternadas. Palabras con adorno. Palabras previsibles. Obscenas. Cautas. Cómplices. Ebrias. Uno da palabras y deja que las palabras nos escolten la vida y nos conduzcan al silencio, que es el mar del que escribía Jorge Manrique.

El cielo carece de gramática. El cielo, en el que no confío, al que miro con perplejidad, es un tosco ardid que incendia la esperanza de quienes, en vida, creen que la palabra se hace carne y la Derecha del Padre ampara y tutela la coreografía de los hijos. Una historia antigua,  milenaria. Pronto los ángeles custodios pedirán royalties. El azar no me obsequió con la fe. Tampoco la educación me abasteció de confianza en que algún día vea la luz y tenga la sensibilidad suficiente como para comprender el dislate de mis convicciones. 

Borges, el inevitable, en este blog, sostenía que la fe - la religión - era una disciplina de la Literatura de índole fantástica: que la biblia entroncaba con Los viajes de Gulliver o con El señor de los anillos. No le creo blasfemo. Borges hurgaba siempre en la estética, más que en la ética. Su Spinoza, su Schopenhauer, su Leibniz (filósofos que le eran particularmente gratos) pertenecían a la nómina de la literatura de creación. La filosofía considerada como una rama de la Poesía. Emboscado en el lenguaje, el ser humano descree. La fe no precisa semántica.

A mayor indagación en lo lingüístico, mayor escoramiento de lo etéreo. Un teólogo es un semiótico, una especie de detective de almas. La prosa del filósofo nunca persigue la verdad sino que la bordea, la falsea y la conduce - inextricablemente - a la loa sin disimulo, a cierta novela de carácter ejemplar que pretender guiar (más que entretener o formar o instruir) a sus lectores. Un teólogo sabe de antemano las conclusiones de su estudio. La fe, en voz de Russell, era la inteligencia sobornada, o chantajeada, no tengo la cita a mano. 

Aquí lo que anda sobrando es gente zafia, gente ruin, gente tosca, gente malvada, gente de mala fe, toda esa gente aburrida que sale a cenar, que va a un teatro, que sube unas escaleras mecánicas y saluda. Unos saludan más y otros menos, pero ninguno deja correr la ocasión de arrimar un buenos días, caballero, buenos días, señora, la familia bien, supongo, aunque luego les da igual que la hipoteca nos ahogue o tengamos el alma hecha trizas o el cerebro comido por el desencanto. Es curioso que haya familias enormes que no puedes meter en un convite o en un álbum de fotos porque acaban de bronca, pero que caben en la estricta orografía acústica de un saludo. En el de dos. Ahí cabe la infancia, los años compartidos en el patio de la escuela. Mi amigo J.M. no tiene que preguntarme si estoy casado o soltero, si llevo una empresa de caramelos sin azúcar o rebaño limosnas entre los amigos para pagarme tres o cuatro vicios infernales. Le basta traer a la conversación el sábado aquél en el que fuimos a un descampado, hicimos una candela y quemamos unos libros del Instituto. Latínes sobre todo a cambio: cosas que ahora no creo que hiciera, lo juro, pero que ahí están, en algún compartimento de mi memoria, que es ampulosa y sabe guardar pecadillos y grandes faltas. Tendremos sesenta años (pongo por caso) y me parará el tal J.M. en la calle en busca del detalle curioso, el dato simbólico que nos unirá para siempre. El delito o la falta o el pecado con el que nuestra vidas se entrelazaron en un todo compacto inseparable sin usar la fuerza.

La vida es siempre una cosa prestada llena de descampados y libros de instituto mutados en ceniza. La vida es una cosa oxidable, ya lo dicen los científicos. La gente ruin, la gente zafia, la gene tosca, toda esa gente escasamente educada que toma café en los bares, asiste a misa o no pisa una iglesia en su vida, lleva a sus hijos a la escuela y luego trabaja abnegadamente hasta que cae derrumbado en el sofá para ver el partido de Champions de los Miércoles en el plus tiene un corazón, un alma sensible, pero los años amputan la ilusión y ácidos terribles queman las buenas intenciones. Gente con exceso de vocabulario que gobierna países y monta conferencias de prensa para contar al mundo su idea del mundo (Schopenhauer dixit). La gente con vara de mando y un sinfónico amor propio a prueba de corrupciones, de extracciones de capital ajeno o de la prebenda infame de los trajes caros.

Yo soy el ruin, el mezquino, el zafio, el tosco, el invadido por todos los cánceres. Yo seré el aburrido, el amigo del júbilo a ráfagas, el amante feliz, el concurrido inventario de todas las palabras que me han enseñado y que, fatigosamente, hilvano en cuentitos, en entretenimientos de viernes por la noche, en trozos pequeños de júbilo con sintaxis, cuando todos duermen en casa, mientras afuera el mundo mata y se muere, sueña y olvida, pero nada estraga en exceso. Nada perdura. La vida puede confundirse con un único y vago avistamiento de un barco. El náufrago contempla la lentitud sentenciosa de la quilla, que se hunde, advierte la morosa lejanía de las velas, pero no acierta a conmover el azar y la espuma quebrada engulle la esperanza. La vida es esa visión nítida del descalabro sentimental. La vida es ese milagro de ver cómo, incluso en la tragedia, podemos razonar la tragedia. Darle sintagmas, verbos copulativos, conjunciones, todo ese alambicado andamiaje lingüístico que nos hace humanos, conscientes, al abrigo de nuestros decisiones y cabalmente responsables de todos los actos que ejecutamos para alcanzar la felicidad, aunque sea en un descampado. Literatura, querido lector, literatura, al cabo. Ni eso siquiera. Palabras turbias. Palabras en vértigo. El abrazo partido de los años. La visión hedonista del barco en la distancia. Ahora, si me disculpan, voy a poner adornos navideños en casa. La semana ha sido larga. Tengo la toska. La tengo bien fuerte. Qué día no acude. Quién, a su término, no la siente abrazándole, aunque sea sin esmero, por hacerse ver, por constatar que no anda lejos. 


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