Hace un par de semanas que comencé a impartir un módulo de Gestión del Conocimiento en el Máster de Recursos Humanos del Centro de Estudios Garrigues. Mi objetivo para esta parte del programa es que los alumnos tomen conciencia y se familiaricen con las tendencias más recientes que están surgiendo en el campo del aprendizaje organizacional favorecidas por el auge de Internet y la tecnología en general, así como de las redes sociales en particular.
En una de las primeras sesiones, al pedir feedback a los alumnos sobre nuevas formas de aprender y compartir conocimiento, como por ejemplo los Entornos Personales de Aprendizaje (PLEs) o las Comunidades de Práctica (CoPs), surgió un punto de debate sobre la posibilidad real de implantar este tipo de prácticas en las organizaciones. El sentir generalizado de los alumnos era que, si bien estas herramientas les parecen muy útiles a la hora de adquirir, compartir y generar conocimiento, los empleados “no disponen de tiempo” para dedicarlo a estas actividades “porque tienen que trabajar y ser productivos…”.
No es la primera vez que me encuentro ante este paradigma, claramente establecido en la sociedad actual, y yo me atrevería a decir que especialmente arraigado en la española, según el cual, todo lo que no sea producir [bienes o servicios] no es trabajar.
Esta creencia se complementa y refuerza aquella otra, negada en público pero reconocida en privado, según la cual la Formación tiene sobre todo la misión de recompensar, motivar o mejorar el clima laboral. En realidad los empleados, por no hablar de los directivos, no necesitan aprender nada porque ya lo saben todo, que para algo son talento.
Pero no es únicamente un problema organizativo. Los empleados, las personas individuales, también han caído en esta trampa. Paradójicamente, perder centenares de horas anuales, literalmente, frente al correo electrónico, sí lo consideran trabajar pero no creen que dedicar una fracción de ese tiempo absurdamente malgastado a adquirir, compartir y generar conocimiento lo sea.
Por eso la gente entra a los cursos de formación con el móvil o la BlackBerry encendidos y, cuando sale de ellos, no dedica tiempo a poner en práctica lo aprendido. Y luego nos sorprendemos de seguir teniendo organizaciones prehistóricas batiendo récords de improductividad y presentismo…
Sin embargo, este comportamiento no deja de ser lógico. En un entorno en el que pensar, aprender o innovar son considerados elementos ajenos al trabajo, lo normal es que no se piense demasiado, se aprenda poco y se innove menos.
Lo peor es que los efectos perniciosos de la excusa “no tengo tiempo para [...] porque tengo que trabajar” afectan no sólo al ámbito laboral sino a otros aspectos de nuestra vida, desde la consecución de objetivos personales a la búsqueda de empleo, pasando por la productividad personal.
Por ejemplo, los que usamos GTD sabemos por experiencia que, de las 3 formas de trabajar posibles, la menos productiva es trabajar en las cosas a medida que surgen, que es precisamente en la que trabajan habitualmente la mayoría de las personas. ¿Por qué siendo esto evidente no hay más personas que trabajen en la forma más productiva, que es trabajar en un trabajo ya definido? Muy sencillo. Porque para poder trabajar en un trabajo ya definido primero hay que dedicar tiempo a definirlo.
Y es que ese es el principal problema de este autoengaño, ya que si nunca tienes tiempo para afilar el hacha, es cuestión también de tiempo que cada vez cortes menos árboles por día, como explica estupendamente Alfonso Alcántara (@Yoriento) en esta metáfora aplicada a la búsqueda de empleo.
Para un trabajador del conocimiento, el definir su trabajo, innovar o aprender constantemente no sólo son componentes esenciales de su propio trabajo, sino que su importancia es tanta, o incluso mayor, que la de producir.
Y hasta que esto no se entienda, seguiremos teniendo un problema serio.