11 noviembre 2013 por Naima Tavarishka
Mi abuela Nena y sus historias me han dado para más de un post en este blog. Desde el misterioso contenido de su bolso hasta las cartas que se intercambió con mi abuelo Andrés, allá por la década de los 40 y que recuperamos tras su muerte, sus anécdotas habrían dado para un libro, seguro. Han pasado ya tres años desde que la vi por última vez y todavía hay muchas situaciones en que me acuerdo de ella y en cómo se enfrentaría a los avances de la técnica, que es lo que más le flipaba. Quién la habría visto con el whatsapp y disparándome a preguntas sobre qué magia hacía posible que los mensajes intercambiados se hicieran de forma casi simultánea. ¡Con lo que alucinó con el móvil…!
Las cartas de Andrés y Nena.
Nena era una mujer buena, trabajadora, con un corazón enorme, pero siempre hacía lo que le daba la gana. En los años en que vivió con mis padres pocas veces le hizo caso a lo que le decía mi madre. “Sí, hija, sí, lo hago inmediatamente”, le afirmaba con una rotundidad que cualquiera creería si no fuera porque dándose la vuelta hacía todo lo contrario.
Mi abuela decía que el mundo de hoy era sin duda mejor, porque era mucho más fácil comunicarse, algo que le fascinaba. De sus tiempos solo echaba de menos “el respeto a los mayores”, aseguraba, y “el amor que todos” se profesaban. El amor, pensando yo, como el que ella vivió hacia mi abuelo, por ejemplo, era inmenso, puro, verdadero… pero una auténtica tragedia griega cuando por circunstancias de la vida pasaban temporadas alejados el uno del otro.
He vuelto a tropezarme estos días con sus cartas y mientras leía algunas líneas me di cuenta de lo duro que debían ser esas separaciones forzosas por asuntos de trabajo o familia, sin otro medio de comunicación que las letras plasmadas en cuartillas que se enviaban uno al otro periódicamente. Distancias trágicas y tristes como la mayor de las desgracias. “Andrés, vida mía, yo te vi cuando estabas en el barco y fuiste a coger la maleta de la lancha; te vi cuando subías la escala y estuve mucho rato abanando, pero no sé si tú me verías a mí. ¡Qué sola estuvo mi alma aquel día! Te veía por todos sitios. Cuando pitó el barco parecía que el alma se me hacía pedazos”, le escribía en enero de 1944. Chiquita tragedia, la pobre, sin teléfono ni whatsapp para mandarse los emoticonos de besitos.
Fueron novios cinco años, ella en La Gomera, con su familia, y él en La Laguna, donde trabajaba como radiotelegrafista en Los Rodeos. Solo poniendo su nombre y San Sebastián de La Gomera era suficiente para que el cartero llegara directo a su casa a entregarle las noticias de su amor. Ese día no debía caber en sí de la emoción.
Mi abuelo, por su parte, que en aquellos tiempos la llamaba Angelines, aprovechaba las hojitas del Servicio Meteorológico Nacional del Ministerio del Aire para contarle, entre carantoña y carantoña, el día a día en su trabajo. “Estoy rabioso con este servicio, pues no me queda tiempo suficiente para mis cosas”, se lamentaba, al tiempo que le narraba el ‘impresionante’ tráfico aéreo que debía llegar a la pista. “Ayer mismo vinieron dos aviones, y antesdeayer, otro. Es un follón”, escribía.