Las tiendas orientales desprenden un aroma ácido, desabrido e intenso, un reclamo que puede percibirse desde la calle, un anzuelo de atención hacia el mundo occidental, para que traspase el umbral y llene sus pasillos atiborrados de objetos inútiles. Los mismos que entran y asaltan sus estanterías con la excusa de la economía son los que no hace tanto señalaban a los recién llegados como si vinieran a quitarles el pan y la sal. Ahora, en cambio, atestan las tiendas, se regodean toqueteando unos productos de origen y calidad inciertos, productos que vienen glaseados con un misterioso polvillo, una especie de cocaína de lo clandestino y la imitación, un polvillo que aún tarda unos cuantos lavados en escaparse de sus dedos.