Revista Cultura y Ocio
Mientras espero para acceder al andén de la Estación de Atocha, llega un legionario vestido con su uniforme de paseo, incluyendo abertura de camisa y gafas de aviador, no de espejo, pero casi (eso debe prohibirlo la ordenanza correspondiente). Calculo que habrá pasado ya la cincuentena, lleva una barba cerrada pero de estreno, por todo equipaje acarrea una bolsa de plástico de contenido incierto, unas irredentas ansias de fumar, y en las mejillas los deltas sanguíneos que el alcohol hace desembocar en la epidermis. Durante las cinco horas del viaje, no intercambia palabra alguna con nadie, fuera de las cortesías necesarias, y eso que va sentado en esos cuatro asientos enfrentados que aún conservan los trenes más antiguos, como el que nos lleva hasta el sur. Eso sí, en varias ocasiones visita el cuarto de baño, bien para fumar a escondidas, bien para dejarnos una mítica herencia odorífera que inunda el vagón entero. También se aprovisiona de los consabidos lingotazos en la cafetería, siempre sin destocarse ni quitarse las gafas. Cada vez que recorre los vagones, las cabezas se vuelven a su paso, como si contemplasen un agujero negro del pasado. Cuando falta menos de una hora para llegar, saca de la bolsa de plástico un viejo transistor, extiende su antena y trata de sintonizar alguna emisora. No puedo abortar la sonrisa mientras los portátiles, móviles, ipods, iphones, smartphones y demás setas tecnológicas crecen a nuestro alrededor. Al llegar a Cartagena, se adecenta con una nueva visita al cuarto de baño (¿llevará su provisión privada de Varon Dandy?), recoge sus cosas empuñando la bolsa y, ajustándose las gafas aunque sean las diez de la noche, baja del tren. Es curioso, pero él y yo somos los únicos viajeros a los que nadie aguarda en el andén.