Revista Filosofía

¿Trans? humanismo

Por David Porcel

Comparto esta interesante reflexión sobre el tema que ocupa a nuestra novena edición olímpica de Filosofía. El tema.... Transhumanismo: ¿mejora o fin de la especie? La pregunta... ¿Pero siendo humanos podemos ir más allá de lo humano? La persona.... un estudiante de dieciocho años.

¿Trans? humanismo


HACIA UNA IDENTIDAD GLOBAL

La pérdida total de la identidad individual en la elongación gradual del tiempo de vida.

El avance tecnológico desmesurado permite, por suerte o por desgracia, que la esperanza de vida sea cada vez mayor. El deseo de todo transhumanista culmina en alcanzar la muerte de la muerte, es decir, vivir, si se puede denominar de tal forma, eternamente. Un mundo en el que el envejecimiento sea una enfermedad curable, donde no haya muerte que separe a los amantes, donde ya no sea necesaria la prisa, ni los horarios, donde el tiempo ya no sea más que un lastre del pasado.

A simple vista, esta propuesta puede parecernos una auténtica utopía, un mundo ideal, el sueño de cualquier mortal, pero, querido lector, hemos de tener cuidado con lo que deseamos, pues, en primer lugar, esto no se trata de una película irreal ya que es probable que en un futuro se pueda materializar, y para continuar, hemos de analizar detenidamente las consecuencias, en su mayoría nefastas, de vivir para siempre. En concreto, es menester analizar cómo se forja nuestra identidad personal y lo fácilmente que ésta puede ser destruida al habitar en esa infinitud temporal.

En resumidas cuentas, la vida y la muerte son las dos caras de una misma moneda, no hay una sin la otra. En el momento en que nacemos, dejando atrás factores biológicos y circunstanciales, que obviamente son plenamente relevantes, somos potencialmente capaces de ser, de convertirnos en una multiplicidad de cosas. Partiendo de que nuestro tiempo es limitado, somos conscientes de nuestra propia finitud, nos moldeamos decidiendo entre el gran abanico de posibilidades presentes. Estas decisiones, desde las más insignificantes como el “outfit” del día, a otras de cierta relevancia como qué profesión ejercer, con quién compartir nuestra vida o si tener hijos, son las que nos definen como individuos, las que moldean nuestro yo en potencia, alcanzando actos, aunque éste nunca llega a culminar, a ser una obra de arte terminada, adquiere cierta forma que hace posible diferenciarnos del resto de individuos. Toda decisión tiene su coste de oportunidad, lo que podríamos haber sido y no somos. Todo ello también forma parte de nuestra identidad.

Los motivos que nos impulsan a perseguir ciertos objetivos y descartar los demás constituyen un gran misterio. Quizá sea esa vocación de la que habla Ortega y Gasset, favorecida o dificultada por la circunstancia. Quizá haya cierto determinismo independiente de toda elección contenido en nuestro ser (suponiendo la existencia del mismo) previo a la experiencia. Quizá también intervengan imposiciones culturales, familiares, educacionales…

A grandes rasgos, nuestras decisiones nos definen y la causa primordial del imperativo de tomar dichas decisiones no es más que la muerte (y de la conciencia del ser humano como ser mortal), de habitar el mundo por un periodo de tiempo con un principio y un fin (y ser conocedores del mismo), de la efimeridad de la existencia.

Dicho esto, supongamos que la tecnología dispone de los medios requeridos para alcanzar la eternidad humana, que la muerte ya no forme parte de la vida, que los humanos quedemos redimidos de las limitaciones biológicas y nuestro tiempo disponible se eleve a infinito.

Nuestra identidad individual carecería de forma, las decisiones ya no constituirían un imperativo, podríamos serlo todo. Todos podríamos serlo todo, yo no sería más que una multiplicidad de yoes, al igual que tú, y que todo ser existente. Residiríamos así en el infierno de lo igual, donde el yo quedaría diluido en una masa con el resto de seres. Se formaría una única identidad, la Identidad del Todo, completamente en acto, pues llegaría un punto que esa infinitud de posibilidades expiraría. Imagino una gran masa de seres idénticos, incapaces de crear más de lo creado, de forzar lazos con el otro, pues el otro ha desaparecido; la curiosidad por lo desconocido, el eros, el enamoramiento, el anhelo de conocimiento… hechos que nos hacen vibrar y amar la vida, todos esfumados.

La mirada del otro también quedaría anulada, pues las diferencias entre el otro y yo no son más que superfluas y materiales. Ya no hay otro que juzgue, que analice, que observe, que quiera, que odie.

Todo lo descrito apunta hacia un futuro distópico y lejano, completamente inalcanzable a día de hoy. Pero la defunción de la identidad personal no sólo puede alcanzarse a través de esa eternidad, sino mediante otros mecanismos como la modificación genética. La perversión del ADN a través de la imposición de mejoras en la inteligencia, las capacidades físicas y emocionales… llevará a un futuro repleto de genios. Al fin y al cabo, ya no podrá distinguirse el genio del resto pues todos los nacidos lo serán. Caemos así de nuevo en la misma barbarie de la anulación de la individualidad.

Repito, es de gran importancia analizar nuestros deseos. Jugamos a ser dioses, es más, tratamos de serlo encarando a la muerte y venciéndola, sin ni siquiera saber qué hacer una tarde de domingo. El descarte nos aterra; la elección, la imposibilidad de abarcarlo todo nos parece detestable, olvidando que es lo que nos permite ser únicos, diferentes, especiales. El yo y el otro, al igual que la vida y la muerte, se requieren.

Noa Manero, Estudiante de 1º de Filosofía


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