Hace ya varios días que quería escribir algo a propósito de la pavorosa cornada que recibió Julio Aparicio en la feria de San Isidro de este año. Y no para hablar de esa impresionante imagen sino para hablar de un hombre singular. Conocí a Julio Aparicio al final de la década de los años 80 del siglo pasado, cuando era novillero de éxito. Él no me recordará, pero tuve la suerte de verle tentar unas vacas de la ganadería de El Alamo y compartir posterior mesa con él, con las hijas del ganadero y con otro torero de gusto que quizá pudiera haber tenido más suerte en esto de los toros, David Lugillano.
A pesar de las pocas líneas que le dedica wikipedia, Julio Aparicio Díaz es un elegido, el hijo de un Dios, como dice la canción de Julio Sabina. Haber salido vivo de la cornada del 21 de mayo, lo demuestra. En 1989, por eso recuerdo la fecha en que le conocí, acababa de compartir cartel en un festejo mixto (corrida de toros-novillada pues él no había tomado aún la alternativa, lo que da una idea de la expectativa que generaba su torear) dentro del abono fallero nada menos que con Curro Romero y Rafael de Paula, dos maestros consumados.
Aquel chaval hacía cosas extraordinarias ante la cara de un novillo. Su concepción del toreo, plena de personalidad trascendió a otros ambientes y no sólo la prensa taurina se ocupó de él.
“Así toreó Aparicio, que repentizó cosas desconocidas hasta entonces, pero bellas y artísticas, casi no posible de repetir por difíciles o más bien por imposibles”. (Crónica de Juan Posada sobre la corrida de Sevilla del día 15 de abril de 1989).
La alternativa (el paso de ser matador de novillos a matador de toros) de Julio Aparicio se anunció para el 15 de abril de 1990, el día más grande en aquella plaza, Domingo de Resurrección, con un cartel extraordinario: Curro Romero y Espartaco (que ese día volvería a abrir la Puerta del Príncipe). La expectación era enorme y El Cossío (la enciclopedia taurina de mayor prestigio) dice que ese día se pagaron en reventa, por primera vez en España, precios por encima de las 100.000 pesetas (mucho más que los 600 euros de hoy). Recibió Aparicio la ovación de la tarde, con toda la plaza en pie, por un quite bellísimo por verónicas.
Pero su gran día llegó el 18 de mayo de 1994, fecha de la confirmación de su alternativa en Las Ventas. A su segundo, quinto de la tarde, le hizo una faena corta (algo más de 5 minutos) pero clamorosa, conmovedora, casi mágica. Los titulares del día siguiente se pueden resumir en el que le dedicó el diario EL MUNDO: “Transfiguración” o lo que es lo mismo, dos orejas, puerta grande y la mejor faena de los últimos tiempos en Madrid. Palabras mayores.
El día que murió Manolo Montoliú, a quién también tuve la suerte de conocer, comencé a alejarme de los tendidos. Hoy he abierto mi Cossío por primera vez en los últimos, al menos, 15 años. Leo con distancia, pero me reconozco cierta empatía hacia el debate actual sobre el futuro de la fiesta, mantengo muchas dudas de que las corridas de toros sean un espectáculo a conservar y creo que nunca llevaré a un ruedo a ninguno de mis hijos. Se lo he prometido a Mariela, mi mujer.
Pero en lo más profundo de mi alma nadie podrá evitar que conserve la emoción de aquellos cinco o seis minutos de arte irrepetible: nadie nunca toreó como él y nadie, nunca, lo volverá a hacer. Esa es la gran obra de Aparicio. Todo lo demás, sus años plenos de tardes fallidas, ya no importan. O al menos a mí, no me importan.
Porque Julito Aparicio (que así le llamaban para diferenciarle de su padre) fue siempre (hacía mucho que no oía de él y le creía retirado de los toros) fiel a su manera de entender una vida y una profesión.
De todo corazón deseo, sinceramente, que te recuperes.
Luis Cercós (LC-Architects)
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