Revista Sociedad
Era una mañana tranquila. No hacía frío. Jesús inicia el camino hacia la cumbre del Tabor para orar. Le acompañan Pedro, Santiago y Juan, sus discípulos más cercanos. Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus ropas aparecían luminosas como nunca había visto. De pronto, dos hombres aparecieron conversando con Él. Hablaban de los sucesos que se iban a producir en Jerusalén. No entendía entonces aquello que estaba presenciando. Eran Moisés y Elías; la Ley y los Profetas. La vida y la muerte se funden en una escena singular. Sabemos que Moisés, el único superviviente de los israelitas que salieron de Egipto, murió a la vista de la tierra prometida, sin llegar a entrar. El profeta Elías fue llevado en vida al Cielo en un carro de fuego. A diez kilómetros de Nazaret, por cuyas calles había caminado cuando era niño, Jesús muestra el vigor y la belleza de su ser, que tanto fascinan a quienes le contemplan. Es la gloria del Señor. "Qué bien se está aquí", dice Pedro que no entiende que deben seguir su camino. Una nube los cubrió y pudimos escuchar una voz que decía: "Éste es mi hijo bien amado. Escuchadle". Todos caímos en tierra y al levantarnos, solo vimos a Jesús. "No tengáis miedo", les dice cuando inician el descenso del Monte Tabor. La transfiguración es como una luz que nos ilumina y ayuda a comprender el triunfo de Cristo en la Cruz. En la actualidad, casi veinte siglos después, vuelven las persecuciones, todo se cuestiona y a nuestro testimonio debemos ponerle sordina. Hemos visto la gloria de Jesús en el camino hacia Jerusalén, donde se enfrentará a su pasión y muerte, víctima de la suprema injusticia, en remisión de nuestros pecados.