Revista Educación
En el trapecio blanco de la vida me he quedado anclada, esculpida por la ingenuidad que me devora, acosada por la inconsistencia que me maltrata. En las alturas de este circo flotante yo soy la reina de la noche, la musa incandescente, el arte convertido en piel satinada. Los focos son los aliados que iluminan mis movimientos y me dan un calor celestial y hermético, calculado y embriagador, casi perfecto. Mi público es fiel y valora el peligro de cada paso, los zarpazos de cada gesto. Soy veterana en mi pequeño cuadrilátero de arena, en mi cielo rosado y artificial, en mi columpio de cristal. Soy valiente en mis malabares pero me he acostumbrado tanto a mi paraíso de nubes que el suelo derrite mis pies, se burla de mis manos. No hay miedo a la caída sino a todo lo que dejé perdido en la oscuridad, las situaciones que no he sabido afrontar, las voces que no quise escuchar, el fracaso de sentirme una perdedora, una simple mortal más. Pero el espectáculo se acaba, no podía durar más, y ahora llega mi turno, el descenso a la vida real, a un ocaso sin final, a la imperiosa necesidad de enfrentarme a mí misma, a estas ganas locas de volar. Las heridas se disimulan más allá arriba, envuelta en aplausos y salpicada de gloria, en las alturas de mi limbo particular, sentada sobre la cola de mis remordimientos, aferrada a un trapecio que parece no dejarme nunca de amar.