El otro día finalicé: "ser y tiempo", la obra más conocida de Martin Heidegger. Cada verano, como saben, lo dedico a la lectura de un clásico de la filosofía. Si el año pasado fue , este año he optado por el que fuera, según algunos: "el pensador más importante del siglo XX". Aunque políticamente, Martin y yo seamos la noche el día, lo cierto y verdad es que comparto con él, su pensamiento acerca de la temporalidad del ser. Y lo comparto, queridísimos lectores, porque simpatizo con la idea de que somos un trozo de tiempo que navega entre un antes y un después, al que Heidegger llamó "la nada". Gracias a este pensamiento, la vida se presenta como una posibilidad para la construcción de un proyecto, llamado hombre. Este razonamiento, como saben, tira por la borda los planteamientos del pensamiento cristiano. Para Heidegger, la vida nos pertenece. Somos dueños de nuestro destino y por mucho que queramos escapar de él, a través del determinismo religioso, no podemos. Al final de la morada, somos el producto de nuestras propias decisiones.
Tras la lectura de Heidegger encontré laberintos oscuros en la cueva de su pensamiento. La invención de su propio lenguaje, me recordó la crítica de Wittgenstein cuando decía que lo importante del mensaje no son los términos abstractos, sino los términos corrientes. De qué sirve la utilización de un lenguaje barroco, si el otro no es capaz de decodificar su significado. Es precisamente este barroquismo, en ocasiones ininteligible para el común de los mortales, el que distingue a Martin del resto de filósofos. Aún así, en las oscuridades de sus significantes se esconde un océano de ideas que sirven al filósofo del presente para pensar caminando. Este semillero de ideas, me recuerda muchísimo a la filosofía de Ortega. Como saben, el autor de las masas no fue un pensador de corte academicista sino más bien un ensayista; un intelectual, como diríamos hoy, comprometido con la opinión de su tiempo. Tanto Heidegger como Gasset han sido acusados, por parte de la crítica, por sus ideas políticas. Ambos fueron hijos del franquismo y del nazismo y ambos - y disculpen por la redundancia - nunca denunciaron públicamente las atrocidades del momento.
La temporalidad de Heidegger de alguna manera comparte discursos con la circunstancia de Ortega. El ser humano - como diría Leibniz si viviera - es una perspectiva única e irrepetible de un cosmos, llamado mundo. Así, hay tantos mundos - mónadas en términos leibnicianos - como personas, siendo la suma de todos ellos, el universo. Tanto Ortega como Heidegger comparten la idea del ser único e irrepetible. Tanto es así que Ortega habló de verdades como sinónimo de perspectivas. La verdad, diría el periodista, es la suma de perspectivas. Luego, nunca sabremos la autenticidad de lo cierto, sin escuchar a todas las partes afectadas por lo mismo. Nietzsche zanjó la polémica de la verdad mediante el argumento del poder. Según Friedrich, la voluntad de los poderosos, o dicho más claro, la opinión de las élites es la auténtica verdad. En días como hoy, los únicos que estarían legitimados para decir si algo "es blanco o negro" serían, según Nietzsche, las élites económicas, sociales y políticas. Una vez más, el "cállate que aquí mando yo" sienta las bases filosóficas del autoritarismo. Un autoritarismo que los tres jinetes del pensamiento nunca desmintieron.