El otro día terminé de leer la obra de Richard Rorty, un filósofo estadounidense de corte postmodernista. La lectura, aparte de la retórica y dificultad de su prosa, ha sido una experiencia apasionante. La ha sido, queridísimos lectores, porque mis pensamientos han empatizado con los suyos. Hace años - y valga la anécdota que les cuento - mientras tomaba café en El Capri, conocí a un tipo de aspecto desaliñado y cultura refinada. Aquel tipo me regaló un libro escrito por él a cambio de un carajillo. Licenciado en filosofía por la Universidad de Murcia hablamos largo y tendido sobre el Manifiesto Comunista y el fin de su ideología. Me dijo que si Dickens hubiese tomado una caña con Marx en un garito londinense, Oliver Twist sería algo más que una novela por entregas.
Mientras leía a Rorty, me vino a la mente el diálogo que mantuve con el tipo del párrafo de arriba. Me vino a la mente, como les digo, porque el autor menciona a Dickens a lo largo de su obra. Según Richard Rorty, la literatura pone de relieve las pasiones y necesidades de la época. Unas pasiones necesarias para el surgimiento del Estado de derecho. Las escenas descritas en Oliver Twist fueron, según el propio Rorty, necesarias para el pensamiento político de la modernidad. Lo fueron porque dibujaron de forma fiel la situación de los pobres. Pobres que servirían para ilustrar la crítica que hizo Marx a la cuestión social, la desigualdad exacerbada que se vivió en Inglaterra tras la Revolución Industrial. Así las cosas, la literatura se convierte, siguiendo a Rorty, en un instrumento más pragmático que la filosofía para entender el funcionamiento del Estado. Sin literatura, y esta es la grandeza de Rorty, las élites no serían sensibles a las necesidades de la gente.
En días como hoy, el pensamiento de Rorty se convierte en inmortal en el ideario colectivo. La gente echa en falta la humanización de la política. Los políticos son vistos como gente distinta y alejada a los problemas de sus pueblos. Unos pueblos que sufren cada día los recortes, la precariedad laboral y la angustia existencial que supone el relevo generacional. Por ello, queridísimos lectores, es necesario más arte que filosofía para entender la política. Más arte - en todas sus vertientes - para que las pasiones rieguen de empatía los surcos de "los de arriba". Para ello, el cine debería retratar las emociones escondidas en las alfombras de la mayoría. Películas como Barrio, los lunes al sol y otras de temática social servirían para que los políticos se asomaran a la realidad del electorado. La literatura debería, siguiendo a Rorty, reescribir la segunda parte de Galdós. Una segunda parte, como les digo, que reflejara las penurias que sufren muchos pobres con corbata.
La arquitectura, por su parte, debería representar la discriminación por sexo, raza o religión que sufren las sociedades. Rascacielos grandes y azules en contraste con edificios feos y rosas para criticar, desde lo urbano, el desequilibrio social entre lo masculino y lo femenino. Esculturas en las grandes avenidas con los nombres de las mujeres, que cada año fallecen a manos de sus parejas. Falta, como les digo, una arquitectura de denuncia social para que los Quijotes bajen de sus caballos y vean la realidad desde la perspectiva de sus Sanchos. No podemos seguir atornillados a la ilusión del romanticismo. Un romanticismo que retrata cada día los ideales del credo americano. Es el momento de hacer visible la miseria material que se acumula en los intramuros de muchas instituciones. Estamos, como diría Dickens si viviera, ante una sociedad enferma por el síndrome de Diógenes que padece. Una sociedad de vergüenzas reprimidas, de talentos desperdiciados y de periódicos que contribuyen a la perpetuación de la ceguera.