Revista Cultura y Ocio

Tras la palabra en silencio

Publicado el 19 diciembre 2018 por Revista Pluma Roja @R_PlumaRoja

A veces el ser humano se levanta distinto. No se sabe muy bien por qué, pero suceden ciertas cosas que permiten que la mirada del día a día se produzca con nuevos matices y entregue imágenes del mundo que más que descubrir cuestiones, nos permiten visitar el lugar donde se han escondido las preguntas esenciales. Así las cosas, una visita al mercado para surtir la despensa se puede transformar en una exploración. Se presenta la compradora ante la casera y esta última de primero se muestra reticente ante la presencia extraña. La compradora tiene una misión (desconocida para ella) y, por lo mismo, en vez de resignarse y marchar, comienza a tocar los aguayos y a hablar sobre ellos como si supiera lo que dice. La casera, por supuesto, actuaba como si no escuchara. Entonces la compradora se decide y dice que desea regalarle un chocolate. La casera miró a la compradora a los ojos por primera vez y le dejó ver su curiosidad; tomó el chocolate denotando que no entendía que se lo estaban regalando pues lo miró por todos sus lados y luego hizo ademán de devolverlo. A la tercera vez que la compradora le explicó que era un regalo, la casera se atrevió a preguntar qué era eso que le estaba dando. La compradora replicó que era un chocolate, que era delicioso, que era un regalo por parte de un tal Aguayo Lluvioso. Sonrió por largo rato y luego agradeció el gesto. Después la compradora le hizo una pregunta, tal vez, algo fuera de lugar: cómo se dice “lluvioso” en quechua. La casera se limitó a responder “yo hablo quechua, sí”, mientras hacía como que regresaba a sus labores. Ahí la compradora cayó en cuenta de que cuando la casera no responde algo o actúa como si no escuchara, tal vez no se deba a su mal carácter sino a que, en su condición de quechua parlante, no comprende todo lo que se le dice en castellano. Tal vez el castellano sea el idioma que utiliza para comunicar las cuestiones prácticas, pero no es el idioma que ella habita.

Como ella no respondió la pregunta, la compradora fue a conversar con otras caseras. Algunas no se molestaron siquiera en fingir que oían a la compradora: al parecer son muy precavidas a la hora de compartir sus tesoros. Pero hubo algunas que concediendo un pase libre a la conversación accedieron a participar de ella. Una casera dijo no saber cómo se dice lluvioso en quechua, pero que lluvia se dice “para”. Como el quechua es una lengua aglutinante, la compradora imaginó que llover (v), lluvioso (adj.), etc. debían escribirse de manera similar, sólo que agregando alguna partícula a la raíz. Entonces, continuó la búsqueda y una casera le contó que llover se dice “paray”; mientras que otra casera dijo que no sabía cómo se decía lluvioso, y que no sabía qué le estaba preguntando exactamente porque no entendía en qué contexto podría utilizarse la palabra consultada. La compradora reformuló la pregunta: qué se dice acerca de una mañana lluviosa. Pero nuevamente no supo responder. La compradora solicitó nuevamente una respuesta —estaba decidida a persistir. La casera se quedó pensando en silencio y finalmente dijo que cuando llueve mucho, como una estación en la que se espera la lluvia, se dice “paraymita”. Luego de esa generosa respuesta, la compradora sintió que no debía proseguir con sus indagaciones porque no deseaba estropear la conversación bella con la impertinencia de quien espera conseguir algo a cambio de sus acciones.

Agradeció a la casera mirándole a los ojos y estrechando su mano endurecida por las madrugadas y las verduras. Se retiró tranquila, pues aun si no conseguía lo que buscaba, al menos había conseguido hablar con personas muy generosas, eso, alguien como ella, no lo logra muy a menudo en un lugar como aquel. Cuando ya planeaba regresar a casa, se cruzó con unas bellas habas que llamaron su atención. Evidentemente no podía marchar a casa sin darse el gusto de comprarlas. Se detuvo, consultó por las habas, compró y antes de marcharse preguntó a la casera si sabía cómo se decía lluvioso en quecha. “Paraq”, contestó con tal seguridad que logró poner incómoda a la compradora, que no está acostumbrada a las respuestas directas en ese contexto. No supo cómo reaccionar, le agradeció, se retiró y unos pasos más allá sacó la libreta y apuntó la tan deseada palabra con lapicera roja y letra inusualmente grande. PARAQ.

Regresó a casa con la ilusión de quien siente que ha ganado algo valioso. Ni ella sabía de qué podía tratarse esa ilusión, si sólo había conversado con las caseras sobre algo que le preocupaba, nada más. Pero nada menos. Le impresionó de sobre manera volver a saber (a reconocer) que los idiomas representan esencialmente la visión del mundo que tiene una determinada comunidad, que no se trata solamente de pronunciar sonidos al azar porque somos animales sociales que han de usar la palabra todo el día para no abrumarse. No, hay personas para quienes la palabra es sagrada porque pone de manifiesto la relación intrínseca que tiene el ser humano con el espacio que lo cobija. Para el quechua la palabra no es sólo una manifestación del yo, muy por el contrario, la palabra representa algo mucho mayor que escapa del individuo y que comparte una ligazón con todo. Tal vez a eso se deba el silencio del hablante quechua: a que la palabra por ser portadora de gran significado para la construcción de la vida propia y de la comunidad, no puede entregarse en cualquier momento, en cualquier lugar sólo para pasar el rato. Es que cuando un quechua habla de una mañana lluviosa, es muy probable que no esté hablando de una que habita sus imaginaciones o de cualquier otra que ha pasado, está hablando de una mañana lluviosa que existe y preexiste en la memoria de toda una comunidad y que ha sido relatada íntimamente a través de los siglos al compartir la palabra. Se habla de una mañana lluviosa añeja, ancestral que ha permanecido intacta en el imaginario colectivo y que ha tratado, a su vez, de actualizarse al presente sin haberse desligado jamás del origen. El quechua es un ser humano que habla con la tierra a cuestas, que no disocia las palabras del espacio que habita, de la memoria que transita, de la nostalgia que siente. Y es que todo habla, la palabra no es otra propiedad privada del ser humano, si basta con ponerse de pie frente al espacio que se habita para caer en cuenta de que el valle entero esta enfrascado en una conversación que no sólo los elegidos pueden oír porque la energía tampoco ha sido privatizada aún.

No es egoísmo el que se deja en evidencia cuando un quechua opta por el silencio. Para una persona que ha crecido como hija de occidente, con todos los vicios y virtudes que eso conlleva, la ignorancia del otro es un muro tan alto que la visión no alcanza para vislumbrar siquiera su fin. No obstante, con algo de empatía y congruencia moral se comienza a erigir la imagen del otro como alguien próximo a quien sólo los prejuicios y presuposiciones mantienen lejos. El silencio no es motivo para arrancar de un sitio, para anular al otro. El silencio puede ser también una invitación a comenzar un camino diferente, o tal vez el mismo camino sólo que no realizando lo habitual. Cuando un quechua calla, también está hablando y eso lo sabe de corazón, por ello no se inmuta. Cuando un quechua calla, está sobre todo escuchando y esa es una actividad tan valiosa como compartir la palabra sagrada en una conversación. Es que el quechua no puede acceder de buenas a primeras ante la petición de abrir una puerta que implique revelar una oscuridad eterna que cobija su interioridad tan indescifrable para sí mismo como para el colectivo. Nada importa el haberse mudado a las grandes urbes, se modifican ciertas formas, pero lo esencial continúa intacto porque nada se destruye, algunas cosas se transforman. Y no se trata de una idealización, de una mirada paternalista de quien acude a un mercado, con desesperada ilusión, a realizar preguntas para luego apuntar vocablos sueltos en su libreta. Se trata de una constatación. Pero sobre todo se trata de la búsqueda de un camino trazado por una pregunta fundamental que desde siempre ha bailado a pisotones en el alma. Un alma que hoy se presenta pura y libre para acoger lo que desde fuera del camino pueda decirse como pista a seguir. De pronto se presiente la alada presencia de quien susurra secretos sobre la mística relación del espacio con su habitante y la palabra legada, todos unidos a través de una sola tradición. No soy yo, la compradora, queriendo oír cosas, fabulando una realidad para continuar este camino. Es un alma que va oyendo y desoyendo, aprendiendo y desaprendiendo, naciendo y desnaciendo con la tierra. Tal vez esta sea yo pisando por primera vez la tierra que he habitado ciega y sorda los últimos años. Es como haber sido elevada en tranquilidad, pero sabiendo que en cualquier momento han de soltarme y a mayor altura, mayor el aprendizaje… y el golpe. ¿Cómo se retorna ilesa de la escucha atenta? Entregarse al ritmo vertiginoso del viaje de la palabra resulta primordial si el alma se eleva hacia una contemplación que por sí misma quema las miserias y reconecta al ser humano con su espacio y lo acerca a la naturaleza que no ha cambiado, porque hay cosas que no cambian. Lo primordial se mantiene intacto a la indiferencia y atento a las altas temperaturas espirituales que de cuando en vez se presentan como un inusual vulturno y emprenden un tránsito hacia lo permanente. Comienzan a dibujarse versos sobre los colores, pero no todos se presentan. Arriban primero el amarillo, el naranja, el rosado y el ineludible azul. El paisaje se pinta y las palabras acompañan, no inventan ni principian la realidad. Es la danza del pálpito de la vida que se muestra transmitiendo sus razones y revitalizando las energías gastadas de olvido ante el movimiento estático de la tierra.

Sucede lo que sucede cuando se remueven los sedimentos mágicos que recubren cada paisaje que ofrece la hoy agitada ciudad posada sobre el valle eterno. De cuando en vez se hace un llamado a revivir las energías dormidas y convertirse, aun que sea por segundos, aunque sea para siempre, en guardianes de un mito que jamás callará aunque habite el silencio. Quien oiga, comience la búsqueda, pues, “lo esencial de toda exploración será volver al propio jardín y ver las cosas por primera vez”.


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