Revista Diario
¿Recuerdas cómo fue tu infancia?, ¿recuerdas aquellos largos veranos? Yo me acuerdo de la pandilla del barrio, de pasarme el día en la calle, de jugar al churro, al beisbol, al escondite. Recuerdo las heridas de mis rodillas, el mancharme la falda con la arena, oir a mi madre regañarme porque había manchado los zapatos del domingo. ¡Éramos libres!
"¡Mamá me bajo!" era la frase más oída por mi madre, quien nos dejaba entrar y salir de casa alegremente. A mi madre no la dábamos gota de guerra en verano, nos lo pasábamos en la calle, entre amigos, no nos veía el pelo. Fuimos felices, jugando, riendo. Felices hasta cuando nos enfadábamos con una amiga. Felices incluso cuando me caí del columpio y me llevaron al hospital a darme puntos. Mi madre del susto bajó en faja a buscarme, antes se usaba mucho la faja ;P
Y ahora, ¿nuestros hijos son libres? Unos más que otros, pero desde luego mucho menos de lo que fuimos nosotros. Ahora hay dos máximas que imperan: el miedo y la comodidad. La primera, el miedo, esa gran losa que a veces nos entierra sin darnos cuenta. Miedo por todo y para todo. Dicen que estos tiempos ya no son los de antes, y es verdad, las cosas han cambiado mucho. Pero a veces tengo la sensación de que no es tan fiero el león como lo pintan. Recuerdo, siendo niña, aquella que bajaba sola a la calle, como atracaron a mi padre casi en la puerta de casa para robarle las poquísimas joyas que llevaba y el dinero suelto. Recuerdo como mataron al farmaceútico del barrio de un mal disparo cuando entraron a robarle las cuatro perras que tenía en la caja. No vivía en un mal barrio, eran otros tiempos, los de la droga, el mono y el ansia de conseguir dinero a toda costa para conseguir la dosis. Mi barrio era (y es) tranquilo, pero de zonas cercanas llovían aquellas malas gentes a hacer de las suyas. Pero con eso y con todo mi madre, una miedosa como la copa de un pino, nos seguía dejando salir porque eso era lo que se hacía en aquel entonces. Con muchos avisos, con muchos 'ten cuidado', y todo eso, pero seguíamos saliendo. Hoy el miedo nos atenaza y nos marca el ritmo de una manera terrible. ¡Eso sí que asusta!
Hablaba un día con una amiga de este tema. Ambas vivimos en el mismo barrio que crecimos. Sigue siendo un barrio tranquilo, muy familiar, acogedor. Entonces rondaban de cuando en cuando aquellas malas gentes de las que antes hablaba. Me contaba ella cómo había tenido que salir del metro corriendo varias veces porque algún tipejo la andaba siguiendo. Y cómo sus amigas y ella tuvieron que salir un par de veces por patas del parque porque un exhibicionista hacía de las suyas delante de ellas. Y de esas tenemos todos anécdotas para contar.
Hoy no se dan estas cosas en el barrio. Los drogadictos se acabaron, los ladrones ya no están, vemos patrullas de Policía cada dos por tres vigilando las calles. Todo está en calma. Es un barrio seguro. Pero tenemos más miedo.
Y como hay más miedo los niños no salen como antes, pautamos sus salidas, las limitamos. Muchos críos no tienen pandilla, no están acostumbrados al juego en equipo, a quedar en el parque con los amigos, aprender de los mayores, a hacer el bruto, a mancharse, a llegar a casa llenos de churretes, de moratones y hasta de heridas.... como yo llegaba. Mi madre siempre decía que parecía que venía de la guerra.
Nuestra otra losa es la comodidad. ¿Cuántas veces habéis oído aquello de "no aguanto el parque"? Esto en boca de adultos claro. Para muchos padres bajar al parque o a zonas abiertas de juego para los niños es un suplicio, no lo soportan. E intentan buscar cualquier excusa para quedarse en casa. Y claro si los niños se aburren, ¿qué hacer? El recurso facilón: ¡¡las máquinas!! Play Station, Wii, Ipad, tablet... todo vale.
¿Resultado? Nuestros hijos pueden llegar a padecer un Trastorno por Déficit de Naturaleza. Si os apetece leer más del tema, pinchad aquí. "En los ambientes controlados no hay verdadera experimentación" dice Richard Louv, periodista y autor de ocho libros sobre las conexiones entre la familia, la naturaleza y la comunidad. Y no le falta razón. Los niños tienen que experimentar, equivocarse, ensuciarse, caerse para luego levantarse. No necesitan una madre o un padre que les regañe porque se han ensuciado nada más bajar a la calle. No necesitan estar en casa con la mejor máquina del mundo. ¡Necesitan jugar! Jugar al aire libre. En las ciudades nos limitamos más a las zonas habilitadas para ellos por cuestiones obvias, no disponemos de campito y naturaleza a mano. Pero cualquier espacio vale, cualquier acera, cualquier trozo de tierra libre.
Este artículo me lo ha pasado una amiga y me ha encantado. Me ha hecho reflexionar sobre cómo vivía yo mi infancia y como la vive mi hijo. Estoy contenta porque a pesar de las diferencias y de estos tiempos donde arrastramos sendas losas, mi hijo juega en pandilla, experimenta, se ensucia, disfruta en la calle y hace el salvaje. Porque, sino lo hace ahora, ¿cuándo lo hará? Cierto que yo siempre estoy ahí, atenta, cual loba vigilando al cachorro, pendiente de que nada le pase, atenta a todo lo que sucede alrededor. Esa es la novedad entre mi infancia y la suya, la presencia de la madre (o del padre).
Quizá los padres y madres tengamos que asumir que nuestro deber es darles a nuestros hijos esa infancia al aire libre, y para ello ahí debemos estar nosotros. No ha de ser una condena, o una obligación. Nosotros hemos hecho amistad con otros padres de los amigos de Rayo, de tal manera que bajar al parque supone una distracción para todos, un encuentro entre amigos, grandes y chicos.
Los niños son felices, no tan libres como yo lo fui, pero al menos no sienten las losas que frenan la maravilla de experimentar, que no es otra cosa que vivir.