Revista Cine
Un verdadero sij se caracteriza por las cinco kas, como tuvo la gentileza de explicarme aquel sij, cuyo nombre no recuerdo, que conocí en la India. La primera de ellas es el kesh, esto es, el cabello, que, al igual que la barba, nunca se corta y se lleva envuelto en un turbante. Cuando le pregunté por qué él llevaba el pelo corto y la barba afeitada, me informó de que esa tradición depende del gurú al que profeses devoción. No he encontrado ninguna otra fuente de información al respecto, y más bien parece ser que, simplemente, algunos sijs deciden, por cuestiones prácticas, sociales o religiosas, y como sucede con uno de los protagonistas de esta gran novela, dejar de lado esa ka.
La segunda ka es el kara, una pulsera de hierro o acero. Luego viene el kirpan, que en tiempos pretéritos era una espada, pero que hoy, por motivos obvios, se limita por lo general a una pequeña daga. Viene a continuación el kanga, un peine de madera. A medida que me los describía, mi amigo iba mostrándome todos estos artículos. No así, afortunadamente, con el último, el kachehra, unos calzoncillos de algodón.
Soldados sijs en la Primera Guerra Mundial
En un país como la India, donde la religión, o mejor dicho, las religiones, juegan un papel tan crucial y están tan presentes en cada momento de la vida cotidiana, de entre el fascinante espectáculo que ésta presenta, llama la atención del viajero el aspecto físico de los sijs. Frente a la esbeltez casi escuálida de la mayoría de hindúes y musulmanes, los sijs acostumbran ser grandes, fuertes y orondos, y no sorprende que, pese a que representan apenas un 2% de la población del país, el 20% del ejército indio esté compuesto por sijs. Su reputación belicosa, unida a su impresionante barba y su turbante, les confiere además un aire de majestuosidad que antaño los hacía ideales como guardaespaldas de grandes personalidades políticas. Sin embargo, desde el asesinato de Indira Gandhi a manos de dos de sus guardaespaldas, los sijs tienen muchísimo más difícil el acceso a un trabajo en el campo de la seguridad personal. Todavía se los puede ver, eso sí, como porteros de hoteles de lujo.
Khushwant Singh no era belicoso sino simplemente beligerante, por lo menos en algunas cuestiones, como veremos más abajo. Fallecido en 2014 a la edad de 99 años, Singh fue a lo largo de su vida uno de los escritores indios más prestigiosos, respetados y conocidos a nivel internacional, y se dice de él que tenía un sentido del humor muy fino y socarrón. De su obra leí, hace unos años, Delhi: a novel, cuyas páginas finales, que narran las terribles represalias contra la comunidad sij a raíz del asesinato de Indira Gandhi, recuerdo todavía vívidamente. Por eso mi reencuentro con él en esta magnífica novela que hoy nos ocupa es para mí motivo de gran regocijo.
Hasta 1947, la India, aparte de estar todavía integrada en el Imperio Británico, incluía también los territorios de lo que hoy son Pakistán y Bangladesh. Cuando en junio de aquel año se anunció la fecha de la independencia, el llamado Plan Mountbatten decidió atender también las demandas de la Liga Musulmana de crear un estado musulmán, que estaría situado en esos dos países. (Bangladesh, en realidad, fue Pakistán Oriental hasta su independencia del Occidental en 1971). La creación, así, de dos estados en virtud de la religión profesada por la mayoría de sus habitantes dio lugar a la que fue, indiscutiblemente, la mayor migración humana de la historia. Según el censo de la India de 1951, un total de 7.295.870 personas, entre hindúes y sijs, se establecieron en el país procedentes de Pakistán tras la Partición, mientras una cantidad prácticamente idéntica emprendió el camino inverso. Estamos hablando de 14 millones de desplazados, y huelga decir que un desplazamiento tan descomunal no estuvo exento de tragedia. Según algunos cálculos, hasta dos millones de personas fueron asesinadas en las matanzas entre religiones, y las terribles escenas descritas en la novela son absolutamente verídicas.
Tren cargado de musulmanes rumbo a Pakistán
"Llegaban de Pakistán cargados de refugiados sijs e hindúes, o de la India cargados de musulmanes. Los viajeros iban encaramados al techo de los vagones con las piernas colgando, o subidos a unas literas apretujadas entre los bogies. Algunos iban peligrosamente montados sobre los topes."
Tren a Pakistán no nos habla de los entresijos de aquel complejo proceso político, sino del modo en que la vida en una pequeña comunidad se ve afectada por las decisiones políticas tomadas a miles de kilometros, y de cómo dicha comunidad, donde siempre ha reinado la convivencia, se ve de pronto envenenada por el odio tribal. Como dice el subinspector de policía en su informe al juez del distrito:
Todo bien, de momento. (...) Por la aldea todavía no han pasado refugiados. Estoy convencido de que en Mano Majra ni siquiera saben que los birtánicos se han ido ni que el país se ha dividido en Pakistán e Hinfustán. Algunos conocen a Gandhi...
Pero antes de adentrarse en el argumento de la obra, hay que señalar alguna curiosidad más acerca de los sijs.
Gandhi dirigiéndose a una multitud de musulmanes a punto de partir
Aparte de las cinco kas que mencionaba al principio de la entrada, otra característica de esta comunidad religiosa es el apellido Singh, que en el s. XVII el Gurú Gobind Singh ordenó para todos los varones (a las mujeres les impuso Kaur). Si bien dicho apellido, que significa 'león', ha sido adoptado también por otras castas y fes, sigue siendo, con mucha frecuencia, un rasgo que identifica a su portador como miembro de la comunidad sij. Por ello, cuando el personaje de Iqbal llega a Mano Majra, una pequeña aldea poblada por sijs, musulmanes y tan sólo una familia de hindúes, nadie sabe con certeza a qué religión pertenece, pues Iqbal es uno de esos nombres, escasísimos por otra parte, que pueden darse en cualquiera de las tres grandes religiones de la India. Así que nuestro personaje se llama Iqbal Singh, según algunos, y Mohamed Iqbal, según otros... y según convenga a los corruptos representantes de la autoridad y la justicia, que tienen que decidir a qué bando es conveniente que pertenezca el cabeza de turco. Naturalmente, y por si fuera poco, Iqbal, joven trabajador social que ha estudiado en Inglaterra y que llega a Mano Majra, enviado por el Partido, con el objetivo de predicar el comunismo, está afeitado y no lleva turbante. Sólo la presencia o ausencia de prepucio podrá confirmar su fe.
Camapamento para los desplazados durante la Partición
Construida de manera magistral, la tragedia en Tren a Pakistán tiene dos desencadenantes. El primero de ellos es el asesinato de un hindú a manos de unos bandidos. Iqbal, que llega a la aldea al día siguiente del crimen en el mismo tren que los policías encargados del caso, se va a convertir, pese a ello, en el principal candidato a cabeza de turco, por ser forastero, de religión escurridiza, con estudios en el extranjero y de ideas comunistas.
Pero Iqbal, que, lejos de ser carismático, se nos antoja débil y al mismo tiempo arrogante, es, no obstante, tan sólo uno de entre toda una galería de personajes a cuál más interesante. En apenas 240 páginas, Khushwant Singh consigue, con pasmosa maestría, retratar en unas pocas pinceladas a unos personajes redondos, complejos y muy cercanos a nosotros. Desde Jugga, el gigantesco e irascible bandido sij, hasta Hukum Chand, un juez corrupto, patético y viejo verde, pasando por Meet Singh, el pacífico responsable del templo, o Nooran, la enamorada musulmana de Jugga, todos y cada uno son tan humanos como reconocibles para el lector occidental, por mucho turbante que lleven y por muchas horas que sean capaces de pasar en cuclillas. (Y ahora que caigo, no me viene a la mente ninguna imagen de un sij acuclillado; ¿es posible que algo tan prosaico constituya otra diferencia entre ellos y los hindúes y musulmanes?).
El segundo desencadenante de la tragedia es la misteriosa llegada de un tren a Mano Majra. Pronto descubrimos que ese tren viene de Pakistán y está cargado de cadáveres de sijs. En la aldea no saben cómo reaccionar, y ni siquiera tras semejante atrocidad levantan la mano contra los musulmanes, pero sí empieza a hablarse de la necesidad de 'evacuarlos', siquiera de manera temporal. Desde ese momento, la gran protagonista de la novela es la tensión que se respira, que va en aumento, y que, de esos rumores iniciales acerca de matanzas al otro lado de la frontera, se ha convertido en una presencia insoportable que anuncia un desenlace que sospechamos ineludible. Poco a poco, la maquinaria de la mentira se compincha con los propagadores de odio, mientras en una escenas llenas de simbolismo, Hukum Chand, el juez, encoñado con una prostituta, observa con melancólica indolencia las peleas de las salamanquesas que se arrastran por las paredes.
Calcuta. Tras la matanza, es la hora de los buitres
La literatura india no abunda en los catálogos de nuestras editoriales. Más allá de Rushdie y algún que otro fenómeno de ventas algo efímero, como Arundhati Roy, la literatura de ese inmenso país es una perfecta desconocida para el lector español. Por eso es tan de agradecer la publicación de una obra como ésta, tan diferente del realismo mágico de Rushdie y del exotismo de Roy. Tren a Pakistán sorprende, de hecho, por un estilo que se nos antoja muy occidental, con unos personajes, insisto, alejados de ese misticismo que algunos siempre buscan en una novela india. En ese sentido, vale la pena escuchar lo que el autor nos dice a través de Iqbal:
La India sufre de estreñimiento por haberse emppapado de tantas tonterías. Tomemos como ejemplo la religión. Para los hindúes, significa poco más que las castas y las vacas sagradas. Para los musulmanes, circuncidarse y comer carne kosher. Para los sijs, llevar el pelo largo y odiar al muslmám. Para los cristianos, hinduismo con salacot. Para los farsi, adorar el fuego y alimentar a os buitres. (...) Y el yoga... ¡El yoga, especialmente, esa maravillosa máquina de hacer dólares! Ponte cabeza abajo. Siéntate con las piernas cruzadas y, con la nariz, hazte cosquillas en el ombligo. Controla todos tus sentidos. Haz que las mujeres se corran hasta que griten "¡basta!" y tú puedas decir "la siguiente, por favor" sin abrir los ojos. Y esa cháchara sobre la reencarnación... De hombre en buey, en mono, en escarabajo. (...) Nosotros somos del misterioso Oriente. Dejémonos de hechos, la fe basta.
Como veis, Khushwant Singh, ateo recalcitrante en un país donde la religión, valga la redundancia, es sagrada, no deja títere con cabeza. Sin embargo, pese al interés que puede tener, esa intrusión del autor no se justifica del todo en el conjunto de la obra. Tren a Pakistán no es una novela sobre la percepción que en occidente se tiene de la India. Su alcance va mucho más allá. En sus páginas, sólo los nombres de los personajes nos recuerdan que no estamos leyendo una historia sobre persecución y genocidio en Europa. O quizá es al contrario: nos demuestran que estamos ante un espejo de nuestras propias masacres. Pues no. Ni lo uno ni lo otro. El desenlace de la novela, extraordinario, nos saca de nuestro error. Singh no escribió sobre países, fronteras, colonialismo, odio o religión, sino sobre ese tema tan viejo que es el alma humana.
Caravanas de sijs emigrando al Punjab Oriental, en octubre de 1947
Aquí podéis ver un impresionante -y durísimo- documento gráfico de la Partición.
Y aquí podréis leer sobre el veto a los sijs en el campo de la seguridad personal.