Revista Cultura y Ocio

Tres Centímetros

Publicado el 17 diciembre 2020 por Pilar Querencia @EremitaLa

TRES CENTÍMETROS

A mi tío Vicen, que en paz descanse.

Gracias por enseñarme que los ángeles no tienen por qué tener alas,

ni ser perfectos.

Los ángeles solo aman…

Tres centímetros. Nunca un número había marcado tanto su vida. Había nacido un tres, del tercer mes, de un año acabado en tres. Esa misma cifra había pasado fugaz entre sus manos en varias ocasiones como si el destino lo hubiera marcado con un número en lugar de un nombre.

Se frotó las manos para entrar en calor, aunque la lluvia seguía calándole hasta los huesos. Miró hacia abajo y contempló sus pies desnudos bajo el aguacero. ¿En qué momento había perdido los zapatos? Iba a enfermar. Se rio.

La barba de varios días se había convertido en un confortable abrigo para las bajas temperaturas y el revuelto cabello también, aunque el peso del agua lo hubiera pegado a su rostro y gotas desperdigadas le resbalaran por la piel.

Lloraba, pero las lágrimas se confundían con la lluvia y dotaban a sus ojos claros de un brillo sobrenatural. Nunca le había gustado expresar demasiado sus emociones, como si pudieran herir esa secreta fragilidad interior, que intentaba disimular para el resto del mundo. Una coraza para que nadie lo viera jamás dudar, vulnerable, expuesto. Sin embargo, ahora que esos tres centímetros marcaban a fuego su vida, no le quedaba más opción que reírse de todas sus costumbres, porque ocultarse a uno mismo no dejaba de ser un ritual. Abrirse no era sencillo cuando se había pasado la vida huyendo de todo lo que dolía, ajeno a las entrañas que devoraban a los demás en silencio. Nunca se preguntaba si los demás sufrían, a pesar de que él mismo escondía sus emociones hasta un punto enfermizo. Y ahora todo se desbordaba como el caudal de un río seco anegado por el torrente. ¿Y ahora qué?

La noche había caído hacía un par de horas, pero ni siquiera se había fijado en ello. Su reflejo en un escaparte de juguetes le recordó la hora que era. No se inmutó. Nadie lo esperaba allí fuera, ni dentro de ningún hogar. Se había encargado bien de que sus relaciones fueran cortas y superficiales, sin llegar a la raíz donde se forjan las amistades y el amor. No tenía a nadie ni ningún hombro sobre el que llorar.

La Navidad estaba a la vuelta de la esquina y las tiendas resplandecían de luces y música. Se preguntó por qué no lucían tan atrayentes el resto del año. Quizás había alguna magia extraña que impelía a los comercios a derrochar fantasía solo en aquella época, dejando para otros momentos la monotonía y el gris deslucido del pavimento.

Lo odiaba todo. Odiaba las luces, las canciones navideñas, las risas… Y había descubierto que la felicidad le causaba pavor. Siempre huyendo de todo lo que merecía la pena, como si esa vieja y aprendida carrera de fondo fuera una meta alternativa que solo él conocía. Porque en realidad, nunca había querido ser feliz, le aterraba serlo y despertar una mañana y darse cuenta de que lo había perdido todo.

La traidora memoria le recordó el único tesoro que guardaba muy adentro, lo único que había conseguido penetrar en el muro infranqueable de su coraza y latía al son de su guerrero corazón. La imagen de sus padres decorando un viejo y destartalado abeto, sus sonrisas, los dulces, los villancicos, los abrazos, los besos… sus recuerdos siempre se interrumpían en la parte dolorosa, eran el límite para no escarbar más dentro de donde puede que no existiera forma de regresar. Como si el dique de contención se rompiera y todo lo que él creía ser fuera arrastrado por una marea negra y espesa.

Gritó, pero el ímpetu de la música navideña era tan potente que nadie lo escuchó. La risa de los niños era un poder superior que enmascaraba toda tristeza. Se dio media vuelta, intentando alejarse de aquella parte recargada de la ciudad, necesitaba escapar y recuperar el anhelado silencio. Echó a correr y topó de bruces con una mujer.

La joven rubia posó su mirada de asombro en su rostro mientras lo cubría con su propio paraguas, después observó sus pies desnudos y comprendió que algo no estaba bien en él. Sin embargo, no le preguntó nada. Cogió su mano y él la miró sorprendido a su vez. La desconocida la colocó en el mango del paraguas, regalándoselo. Le guiñó un ojo, se echó la capucha del abrigo sobre la cabeza y desapareció corriendo bajo la lluvia.

Vincent se quedó muy quieto, temblando. Después de todas aquellas horas desafiando al destino y a la muerte, una sola persona había conseguido que volviera a sentir frío y miedo, fragilidad. Era un tirano de los sentimientos y aquel paraguas había sido el arma definitiva para arrancarle el corazón sangrante.

Caminó, ahora sin mojarse el torso, con el lindo paraguas rosa creando coloridas formas sobre su cabello húmedo. Había dejado de importarle lo que pensaran de él. Tres centímetros, eso era todo lo que importaba ahora.

Consiguió escapar de la calle principal y las farolas titilaron para que supiera que lo habían visto. Todo estaba plagado de mensajes divinos a los que nunca prestaba atención. Todas las almas elegían a sus padres al nacer y él siempre lo había tenido claro. Se había enfrentado a todos por ellos y había escogido a aquella pareja no por casualidad, eran increíbles. Aunque los había perdido con suma facilidad. La vida le había enseñado aquella primera lección dolorosa: todo lo bueno es efímero.

Era curioso como los demás no podían recordar la razón por la que eligieron sus cuerpos, ignorando las razones que los habían llevado a soñar con vivir. Porque esto era a lo que aspiraban todas las cúspides celestiales y los coros de ángeles, a poder llegar a sentirse vivos.

Él recordaba cada palmo de su existencia y los motivos que lo habían llevado a querer gastar su única vida en la Tierra. Sin embargo, la realidad era muy distinta a lo soñado. Sentir era tan maravilloso como cruel y doloroso.

Lentamente, había deseado no haber nacido, haber podido retractarse de su deseo y seguir siendo un ángel cualquiera. La vida era para una clase de valientes a los que no podría nunca más que elogiar. Todo le había salido al revés y se había vuelto introvertido y oscuro, banal y oculto para el mundo con el que un día se había atrevido a soñar.

Un gato negro se paró enfrente y Vincent dio un respingo al escuchar una voz muy poco felina.

—Tienes que volver.

—¡De ningún modo! —exclamó el hombre malhumorado.

—No has aprovechado tu vida como prometiste.

—¿Por qué no? ¿De qué hablas?

—Miedo. Te has vuelto un cobarde que vive escudado en el miedo a sentir nada.

—Conozco mayores traiciones al Cielo.

—No hay mayor traición que mentirse a uno mismo.

—Yo…

—Lo quisiste todo y comprendiste que la vida dolía, muchos aprenden la lección como tú, pero no creas que todos son tan necios como para no valorar el regalo que se les ha dado. Has fracasado, Astart.

—¡No me llames así!

—El hijo pródigo vuelve a casa —canturreó el gato alejándose de él en otra dirección.

Vincent maldijo en silencio. Toda la eternidad esperando y después de todo el sufrimiento, su futuro lo decidirían tres centímetros. Los mismos que iban creciendo en el interior de su pulmón izquierdo, bajo el corazón, como si la vida y la muerte se engendraran siempre en lo profundo e interior del ser humano. Como si en las entrañas estuviera el origen y el fin de la vida y a él le tocara aquella clase de suerte siniestra.

Se volteó rápidamente y localizó al gato escabulléndose calle abajo, plegó el paraguas y apuntó en su dirección. Una ráfaga de luz cruzó la distancia que los separaba y alcanzó al felino justo en la cola. Maulló contrariado y salió huyendo echando humo. Pero, ¿era el paraguas un arma divina?

Lo observó con detenimiento y recordó quién se lo había regalado. Levantó la vista al frente, sobrecogido por un presentimiento siniestro y ahí la encontró.

La joven rubia ladeó la cabeza para inspeccionarlo, luego una sonrisa afloró a sus labios. No se había fijado la primera vez, pero tenía una expresión rígida en su rostro, imposible de modificar. Era una de ellos, una elfa. A diferencia de los ángeles, los elfos no tenían que reencarnarse para sentir como humanos, eran almas errantes atraídas por la luz. Los Ancestros contaban que aquellos míticos seres solo se presentaban en vísperas de la Navidad. Que llegaban a la Tierra para traer luz en mitad del invierno, guiar a los extraviados y luchar contra la oscuridad. Era hermosa. La forma nunca había sido un obstáculo para las misiones del Cielo y él parecía un caso perdido.

—¿Qué queréis de mí? —bramó Vincent consternado. Era consciente de que su tiempo se acababa.

—¿Recuerdas por qué quisiste vivir? —demandó la elfa que ahora sujetaba un báculo dorado sobre sus manos.

—Sí, claro. Quería, quería sentir.

—¿Y qué más?

—Y ser amado. —La contundencia de sus propias palabras le heló la sangre. Después de sus padres, ¿lo había amado alguien más? La coraza se le cayó a los pies y gimió herido. Había fracasado en su cometido terrenal y ahora ya era demasiado tiempo para volver atrás. Tantos años perdidos fingiendo que era feliz, tantas horas desperdiciadas pensando que vivir solo consistía en respirar.

Se miró los mismos pies desnudos y manchados de barro. La lluvia había amainado y se sintió perdido sin la cortina de agua, ahora sus lágrimas dibujarían surcos sobre su piel, como viejos tatuajes visibles para todos.

Tres centímetros…

—No todo está perdido, Vincent.

—¿Por qué estás aquí?

—Para que cumplas tus sueños.

—No era esta la vida que yo quería.

—La vida es neutra, nosotros le damos valor. Perder a los que amas duele, pero mucho peor es no haberlos tenido jamás. Amar es un avenida de dos sentidos, amas y te aman, incluso cuando ya no están. ¿Por qué escondes el dolor?

Vincent sintió sus mejillas húmedas y tembló. Siempre se había sentido seguro de sí mismo, fuerte, capaz de afrontar cualquier cosa y ahora se hallaba frente a una elfa de la Navidad, abriéndole su corazón a una extraña.

—¿Podré recuperar el tiempo perdido?

—Oh, Vincent, tú sabes que el tiempo solo discurre en una dirección. Lo pasado, pasado está. Solo importa lo que sientes ahora, eso es lo que te da valor. Solo importa este momento, este instante. ¿Sientes cómo te desborda la emoción?

El hombre se colocó la mano sobre el pecho y sintió el corazón latirle con fuerza, era un dragón que llameaba en sus entrañas, esas que ya estaban dañadas de tanto aguantar la marea. El amor era un sentimiento tan fuerte que lo creaba y destruía todo a su paso, un huracán.

Se quedó plantado con la palma de la mano regocijándose del alborotado interior. Amar dolía y era tan agradable como volar. Un solo minuto de una vida plena no podía compararse a toda una vida vacía.

La elfa alargó la mano y Vincent la tomó lentamente. El báculo dorado se agitó y el hombre volvió a volar por el cielo, el viento secando sus cabellos, la etérea sensación de ingravidez, la luna coronando el firmamento y la falsa convicción de que todo había sido un sueño.

Un golpe contra el suelo le recordó quién era. ¿Cómo había llegado allí? Se sentía sucio y destemplado. Tiritando de frío se levantó aturdido y se llevó la mano al pecho, el corazón de latía muy deprisa y le gustaba aquella sensación. Un recuerdo surgió en su mente y lo estrujó para darse el valor que le faltaba a veces, era un guerrero, iba a luchar hasta el final. El tres siempre había sido su número de la suerte…

Tres Centímetros
Imagen de Susan Cipriano en Pixabay

©Diana Buitrago


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