Revista Opinión
Foto del Templo masónico del Gran Oriente de Francia, en la rue Cadet.
A las ocho de la mañana, observo, a través de la ventana, la estación de Orleáns. La gente desconocida aparece y desaparece en la niebla que envuelve el paisaje y el paisanaje. Dos horas más tarde, llegamos a la Gare DuNord. Dejamos nuestro equipaje en la consigna y nos lanzamos por la Rue Lafayette. Teníamos hambre por recordar nuestros trayectos a pie o en metro, que es como circulábamos entonces y seguimos hoy circulando. Con casi tres kilómetros de larga, esta calle, concurrida y ruidosa, sigue contando con numerosos restaurantes y bares, así como las célebres Galeries Lafayette que no nos interesaba visitar. Corresponde al IX distrito y es conocida por el incesante paso de judíos norteafricanos por el barrio de las sinagogas, los negocios y anticuarios de segunda división, así como por los centenares de masones que acuden al edificio del Gran Oriente de Francia, peligroso para el creador de la teoría del contubernio judío masónico internacional. Franco, en efecto, no hubiera durado ni media cerveza a presión tomada en cualquiera de las terrazas de los cafés y “brasseries” de la calle. Librerías esotéricas, tiendas de comida preparada, carnicerías kosker, fruterías árabes, anticuarios con mostradores en la calle, gitanos catalanes, marroquineros valencianos, taberneros pelirrojos, viejecitas tristes, niños que vienen o van a las escuelas de música cargados con gigantescos violonchelos a sus espaldas, maestros del talmud, hombres de negro que asisten a reuniones con el gran arquitecto. Peluqueros y masajistas de todas las escuelas estéticas y terapéuticas del mundo. Provincianos camino de los teatros de los grandes bulevares o del Folies Bergère de la cercana rue Richer.
Continuamos cierto tiempo a pie hasta la calle Cadet, en donde mi compañera vivía, pero, el pasillo que conduce a su escalera estaba cerrado. Pedimos a la portera que nos permita acercarnos para recordar viejos tiempos. Accede con una sonrisa, al ver nuestro aspecto de gente pacífica, y nuestro sueño se convierte en realidad. De esta manera, podemos recomponer nuestra juventud mientras subimos o bajamos la escalera de madera que sigue emitiendo un quejido de antaño conocido. Cuando la subí por primera vez, yo tenía 25 años y ella sólo 20. Y soñábamos con cambiar un día este viejo mundo.
Contamos con casi dos horas para reconstruir el paso de este tiempo en el que intentamos continuar hasta llegar a la Rue de Abesses, en donde yo vivía en una habitación de un séptimo piso, sin ascensor, a cambio de unas clases que impartía al hijo de la propietaria que me la cedía gratis. Era el tema que me inspiró mi novela “El meteco, Ben Azibi”, publicada en estas páginas. Pero el cansancio acumulado la noche anterior en que viajamos en tren no nos permitió llegar. Así que dimos media vuelta y volvimos a la Gare du Nord para tomar el que nos conduciría a Crepy en Valois, donde vive una hermana de mi compañera, de 84 años, enferma y sola, con un perro, un gato y numerosos pájaros enjaulados. Pasamos el resto del día con ella y dormimos en una casa de huéspedes con un jardín asilvestrado con flores y árboles de todas las clases. El resto de la noche la pasé en una cama que, afortunadamente, no daba vueltas sobre sí misma ni traqueteaba como el tren que nos condujo a París. Aunque parecía, eso sí, perderse en su espaciosa extensión, más propia de un campo de fútbol que de una estrecha litera.
Mañana: continuación (y 3)