Revista Opinión
Pasamos la mañana del tercer día en París visitando a Jean, el hermano de mi compañera, quien vive desde hace unos meses en una residencia con el nombre de África. Se trata de un religioso conocido más allá de las fronteras francesas por sus libros publicados. Jean es un especialista en sagradas escrituras que, además de hablar varias lenguas vivas, conoce otras lenguas muertas, como latín, copto, hebreo y arameo. Se trata de un carmelita que sufriera hace unos años un accidente que le dejó paralizado medio cuerpo. Desde entonces, no puede servirse ni de la pierna derecha ni de su brazo y mano derechos. Jean posee, sin embargo, una poderosa fuerza mental y, pese a su falta de control sobre sus miembros atrofiados, es capaz de de levantarse sin ayuda de nadie y dar una vuelta completa a la mesa de su estudio en la que cuenta con un ordenador para conectar con cualquier parte del mundo.
Jean nos recibe con la una alegría y una sonrisa que levanta el espíritu. Es domingo cuando le visitamos y, como él, conviven otros monjes igualmente disminuidos o físicamente minusvalorados. Nos alegramos de sus progresos físicos y él nos muestra su cariño por nosotros, nos pide nuestra colaboración para ayudarle a encontrar su boina vasca que ha perdido en lo alto de su armario al que no puede llegar y nos muestra unos altavoces, regalo de una feligresa, por los que se escucha música clásica, mientras recordamos cómo tocaba con sus dos manos y sus dos pies las fugas de Bach en un órgano de tubos. Luego, compartimos mesa con él, con la directora de la residencia y con otro carmelita medio ciego. Al terminar, nos pide veinte minutos para un descanso, momentos que aprovecho para tumbarme en el césped del jardín, al lado de unas rosas, y cerrar los ojos unos minutos que me pasan volando.
Cuando Jean era más joven y tenía salud, circulaba por toda Francia y visitó varios países. Su actividad no estaba reñida con su reflexión, recogimiento y escritura. Su tesis doctoral, “Job et son Dieu”, un ensayo de exégesis y de interpretación bíblica y un mensaje de Job, en plena depresión, trata del drama del sufrimiento. Volvemos a su habitación, en donde continuamos la charla. Al fin, para no cansarlo demasiado, nos despedimos de él con un abrazo mientras se dibuja en su cara, la misma sonrisa que cuando nos recibiera.
En el metro parisino, en el que circulamos más de una docena de veces, descubrimos, bajo tierra, la otra cara de los franceses, frustrados por la intransigencia de Alemania con la austeridad, lo mismo que ésta muestra su preocupación con la resistencia gala a las reformas. Ambos países piensan que, sin el entendimiento Paris-Berlín, Europa no puede funcionar. Francia acusa de “egoísta” a Alemania y la situación económica sigue con inquietud la escalada de tensión. Pero, más allá de esta preocupación europea, los franceses no dejan de mostrar su autoestima por la capital. Una imagen captada en un metro, mientras circulamos, nos muestra la otra cara de Francia bajo tierra. Es un negro como tantos otros en una de las ciudades más internacionales de Europa. Viste una camisa verde, un pantalón y chaleco negro, una chaqueta roja, corbata amarilla, gorra y zapatos negros. Y muestra su orgullo por su porte. Imposible de pasar inadvertido. La gente se muestra indiferente pero algunos, como nosotros, le miramos de reojo entre la abigarrada ola que inunda el vagón. Pienso que, pese a todo, forma parte del lema basado en la libertad, igualdad y fraternidad. Más tarde, en otro vagón, podemos disfrutar de otro espectáculo. Se trata de una pareja de jóvenes elegantemente vestidos que sacan un billete de metro y lo muestran al revisor y al público en general, quedando, tras una divertida parodia, medio desnudos pero con el billete de la RATP en sus manos.
La vuelta de París a Madrid ha sido esta vez más larga de lo previsto en todos los sentidos. Una larga fila de viajeros que rellenan el número de vagones, doblemente reesforzados son españoles que no fueron a París a trabajar ni a visitar sus museos o monumentos, sino a disfrutar por unas horas o días de Eurodisney. Mi plaza esta vez está ubicada muy lejos de mi compañera. Y para saber si todo está en orden o precisa de algo, tengo que atravesar más de una docena de coches hasta llegar a ella. Con el inconveniente de toparme con dos vagones motorizados y una puerta cerrada. Tengo que pedir ayuda al revisor para poder llegar hasta mi plaza, en la que trato de dormir hasta la llegada a Burgos, a las seis de la mañana. Luego, compruebo que ya se puede circular por todo el tren y me reúno con mi compañera en el pasillo. Proseguimos el viaje hasta que, en Las Matas, a unos kilómetros de Madrid capital, el tren permanece durante casi una hora paralizado. Una azafata nos explica que es por el desmayo y el estado físico de una viajera. Llega un coche de socorro para trasladarla hasta la clínica más cercana. Se acercan también dos ambulancias y un helicóptero, pero ignoro si llegan a llevársela. Es domingo y al llegar a casa, tras un viaje que duró casi 16 horas, hago una larga siesta de unas horas.
Cuando me despierto, en mi cama habitual, dudo unos instantes si todo lo vivido estos tres días y medio pertenece al mundo de la realidad o de la imaginación. Pero me alegro de estar de nuevo en mi puesto habitual, ante la pantalla del ordenador.