Fin de semana teatral. El viernes, Urtáin, en el Valle-Inclán; el sábado, Por el placer de volver a verla, en el Amaya; y el domingo, El mercader de Venecia, en el Alcázar. Tres miradas absolutamente diferentes sobre el hecho teatral.
Tenía pendiente Urtáin; no había tenido la oportunidad de verla cuando se estrenó y ya me pitaban los oidos. Mantengo algunas reticencias hacia el trabajo de Animalario, pero este montaje me parece ejemplar. El texto de Juan Cavestany, la puesta en escena de Andrés Lima y, sobre todo, el trabajo de los actores (es brutal lo que hace Roberto Álamo) conforman un espectáculo tan fascinante como estremecedor. Prácticamente desde el gong inicial de este silencioso combate entre actores y público éste queda sin aliento. Es imposible bajar la guardia ante los constantes puñetazos a los sentidos que se ofrecen desde el ring-escenario. Demoledor.
Ya he hablado en este blog sobre Por el placer de volver a verla, una función en la que el espectador lo que recibe son caricias, donde la ternura colorea la historia de un dramaturgo y de su madre, rescatada de la memoria para convertirse en protagonista. Una obra llena de humor, donde sonrisas y lágrimas caminan de la mano en un espectáculo absolutamente recomendable, con Blanca Oteyza y Miguel Ángel Solá cantando afinados esta melodiosa y agradable partitura.
El mercader de Venecia es uno de los grandes textos de la literatura dramática universal, y la versión de Rafael Pérez Sierra subraya sus virtudes. No así la puesta en escena de Denis Rafter, que se me antoja algo descuidada y tendente al acartonamiento, con un ritmo perezoso que sólo en el segundo acto, en la escena del juicio y en el vodevil final, remonta el vuelo. Destacan el imponente, aunque a menudo monocorde, Shylock de Fernando Conde y la seductora Porcia de Marta Hazas.