El nacionalismo catalán es bastante peor que el deseo totalitario al que le prestamos poca atención de controlar un territorio para imponerle a sus habitantes un sistema de vida castizo y patán con sardanas, castellers, caganers y un único idioma.
El nacionalismo catalán es más peligroso aún: está enseñando sus pezuñas negras envueltas en harina por debajo de la puerta y ya no puede ocultar sus instintos absolutistas, previos al liberalismo.
Su frenesí nos ha dado estos últimos días tres casos que nos anuncian una dictadura como la que proponen los neoestalinistas de Podemos contra la libertad de expresión, de conciencia y de comercio.
El primer caso es el de la denuncia de la Generalidad ante el Consejo del Audiovisual de Cataluña (CAC) para que sancione con 90.000 euros a cada una de las tres cadenas privadas de radio, COPE, Onda Cero y la SER, que se negaron a emitir gratuitamente anuncios del referéndum ilegal del 9N.
El CAC es un instrumento del nacionalismo más cerril contra la libertad de prensa, con funcionarios y periodistas opíparamente pagados para que persigan a los no nacionalistas y apoyen las campañas independentistas contra todo lo español.
El segundo caso es el del boicot ordenado a los nacionalistas contra Freixenet, empresa con miles de trabajadores catalanes, porque su propietario, que se siente catalán “y por tanto español”, rechaza la secesión. Atentado a la libertad de conciencia.
El tercer caso atenta a la libertad de comercio: el ayuntamiento de Tarragona, gobernado por el acomplejado socialnacionalismo del PSC, prohíbe exhibir en los escaparates muñecas de flamencas y figuras de toros.
Además de prohibir los toros –menos los crueles correbous—la Generalidad ya hizo campañas para eliminar estos iconos pseudoespañoles de toda Cataluña, lo que le provocó problemas económicos a los comerciantes comidos por impuestos y menos productos que vender.
“Todo sea por la patria castiza, sardanera, castellera y caganera”, está diciéndonos el señorito provinciano apellidado Mas.
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SALAS