Este blog lleva más tiempo inactivo del que me hubiera gustado. Hoy, sin embargo, he sentido la necesidad casi visceral de reactivarlo. Ha sido al leer una noticia de EL DÍA (leer aquí) en la que se cuenta que tres indigentes han muerto en la última semana en las calles de Santa Cruz de Tenerife. Uno, el de más edad, apareció muerto bajo un puente, el segundo en unas chabolas y el tercero a las puertas del albergue municipal. Y eso es prácticamente todo lo que se sabe de estas tres personas y de las circunstancias de su muerte. Cuenta EL DÍA que el concejal de Servicios Sociales se ha limitado a decir que los tres “han muerto en donde han vivido”. Y ni una palabra más, ni una promesa de investigación de las circunstancias de estas tres muertes para saber cómo se llamaban, de dónde venían, por qué estaban en la calle y si estaban enfermos y recibían algún tipo de atención; ni una frase de condolencia ni un propósito de encontrar las soluciones para evitar que vuelva a pasar: solo silencio y, aparentemente, indiferencia. Al fin y al cabo, para qué molestarse si nadie los va a echar de menos salvo, tal vez, sus compañeros de desgracia.
"Esto ha ocurrido en unas islas en las que conviven 13 millones anuales de turistas con casi un millón de ciudadanos en situación de pobreza o riesgo de exclusión"
Esto ha ocurrido – y no es la primera vez que pasa y no solo en Santa Cruz de Tenerife – en unas islas en las que conviven 13 millones de turistas anuales – y subiendo – y casi un millón de personas en situación de pobreza o al borde de estarlo. Son las islas en las que presumimos de ¡qué suerte de vivir aquí!, de la recuperación económica y del cumplimiento del déficit, mientras nos enredamos en debates parlamentarios bizantinos sobre cómo afrontar la exclusión social o atender a los dependientes o resolver las listas de espera en la sanidad. Competimos y hasta nos peleamos por la iluminación navideña y los carnavales, pero se nos mueren literalmente los indigentes en las calles y nos encogemos hombros: “murieron en donde han vivido”. Los tres que han fallecido en la capital tinerfeña nacieron en alguna parte, tuvieron familia, sufrieron fracasos y alegrías, fueron felices y abrigaron sueños. Pero, hicieran lo que hicieran, respetaran poco, mucho o nada las reglas y las convenciones sociales, ninguno tenía porqué morir así: en medio de la indiferencia y el oropel del consumismo navideño, eso sí, apartados de las luces deslumbrantes que nos impiden ver y sentir la realidad que nos rodea y hasta nos incomoda porque no es buena para los negocios. La coartada habitual de que son personas que rechazan acudir a los albergues y, por tanto, hay que respetar su libertad, no me vale. No me cabe duda alguna de que esa no es la actitud general de quienes viven al raso y que no rechazarían lo básico: cama y comida. Las administraciones públicas tienen la obligación moral y social de no abandonar a estas personas a su suerte y de hacer todos los esfuerzos necesarios para que se reinserten en la sociedad, al menos a intentarlo sin descanso. Recursos hay y lo único que se necesita es emplearlos con cabeza y objetivos claros, el primero de ellos que los más desfavorecidos no mueran en la calle y eso sólo merezca un gesto de resignación de quienes tendrían que haber hecho lo imposible por evitarlo. Un gesto que, por extensión, nos retrata como sociedad.