Al fútbol se le encomienda lo que a veces no consiguen la religión, la política o las artes, disciplinas de mayor fuste moral, intelectual o estético. Quizá cuando lo que alcanza el fútbol, ese estado de euforia absoluta, esa sublimación del gozo, lo consigan las artes estemos en un mundo mejor. He dejado atrás, deliberadamente, la política y la religión. Las dos, cada una a su antiguo modo, buscan un conforte espiritual, pero se enturbian por quienes las representan, se enmohecen, adquieren un tono feo, de cosa gastada, que cuesta a veces limpiar. Y ambas deberían ponerse al día, arrimarse al sentir de lo más acendradamente humano y permitir que el camino, sea cual sea el camino, resplandezca. No lo hacen, a lo visto. No se esmeran. Y así les va.
Dice hoy El País que una mayoría prefiere a Felipe VI antes que a un presidente republicano. Estaría bien que eso se constatase en un refrendo popular. No serán tiempos para gastar en la gigantesca maquinaria de las urnas, pero es un asunto lo suficientemente importante como para permitir que la opinión de los gobernados sea conocida. Yo soy un gobernado poco inclinado a levantar la voz, pero no me importaría bajar la papeleta. La mejor forma de levantar la voz es esa, hacer que la papeleta caiga sobre las demás papeletas. Y que las matemáticas hablen.
Ayer sufrí una pequeña conmoción óptica. Vi una foto de Paulo Coelho en la que se parece muchísimo a Peter Gabriel. De verdad que me acosté pensando en cómo es posible que el azar obre estas filigranas. Incluso pensé en la posibilidad de no restarle importancia, y no supe. Me dormí embargado por esa evidencia. Todavía hoy no se me va de la cabeza.