Ésta es la historia de tres tigres siberianos, tristes y humanos, que vivían en una amplia zona del sudeste de Rusia, al norte de Vladivostock, asomados al Mar de Okhotsk.
Se trata de una tigresa y sus dos cachorros, que sobrevivían a base de los jabalíes y ciervos que iban cazando durante sus travesías interminables por el territorio inmenso en el que habían crecido y se habían desarrollado.
A pesar de que su existencia transitó las más de las veces por las avenidas y arboledas de la libertad, habían aprendido a tener un especial cuidado de su más mortífero depredador; el ser humano y sus infalibles escopetas furtivas y humeantes.
Se trasladaban por su extensos dominios siempre juntos y guiados por la ancestral sabiduría de una madre experta que ya había sacado adelante varias camadas desde que alcanzó la edad de procrear. Sólo se detenían para juguetear cuando ella lo decidía y las solitarias aventuras de exploración del entorno que los cachorros emprendían eran siempre supervisadas por su ojo atento, hasta que un rugido demoledor ponía fin a las mismas previendo la cercanía de algún peligro latente.
Así, transcurrió feliz su existencia hasta el invierno fatídico de la gran nevada. Aquel año el manto blanco cubrió hasta las copas de los árboles del bosque, heló los escasos bebederos que quedaban accesibles en el curso de los ríos petrificados y espantó a la fauna local, que se vio obligada a emigrar hacia otros lares dada la falta de bellotas y vegetación que componían la base de su sustento alimenticio.
Los tres tigres permanecieron en su territorio de siempre y fue entonces cuando comenzaron las dificultades. Apenas había presas con las que saciar el apetito e intentar invadir el territorio de otros tigres era demasiado peligroso para la seguridad de los cachorros.
Un día, desesperada por la hambruna, la madre decidió acercarse a donde los hombres y cazar un perropara saciar el apetito. Cuando regresó a donde había dejado a sus vástagos, después de haber despachado buena parte del can por el camino, se lo entregó. Los cachorros iniciaron un lucha letal para dilucidar quién iba a devorar lo que quedaba del perro ante los ojos indolentes de la madre. Lucharon hasta la saciedad y el resultado fue que uno de ellos asesinó a su hermano, y lo devoró junto con los restos del perro.
Cuando el sobreviviente de los cachorros terminó el banquete, la madre lo insto a incorporarse y seguir la rutina diaria de transitar sin término el territorio, a pesar de que durante la lucha había resultado herido en una pata y apenas podía caminar. Con esa guisa, la madre deteniéndose cada dos por tres para esperar a su hijo cojitranco, desaparecieron en la espesura del bosque bajo los túmulos de nieve.
La gente de la aldea organizó partidas cuando descubrieron algunos de los restos devorados del perro con la intención de dar muerte al autor del desaguisado. Recorrieron los valles y escalaron montañas tras el rastro del felino hasta que llegaron al lugar donde se toparon con los restos del cachorro medio devorado.
Tras inspeccionar lo que quedaba del cadáver y mirarse a los ojos con asombro, decidieron poner fin allí mismo a la partida. No era necesario dar muerte al felino invasor y correr riesgos inútiles, porque al fin y al cabo se estaban matando entre ellos mismos por la preponderancia del instinto sobre la solidaridad a la hora de sobrevivir.Se trataba de algo que ya conocían demasiado bien: habían estado tras la pista de tres tigres humanos. Un animal tozudo condenado sin remedio a la extinción.
